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Nació en 1912 en Barcelona y en sus años mozos intentó, sin suerte, montar una granja. Joan Pujol García no era un tipo afortunado, de hecho todo le salía mal, así que nada presagiaba que se convertiría, con los años, en uno de los mayores espías de la historia. Cuando estalló la Guerra Civil española, en el 36, se escondió en un piso de la Ciudad Condal, temeroso de que lo enviaran al frente. Adelgazó tanto, del susto, que quedó irreconocible. Dos años después ideó un plan complejo: luchar con los republicanos en el frente del Ebro para pasarse por la noche a los nacionales y que le encerraran. Así no lucharía. Y lo hizo. Acabó, encantado, en una prisión de Bilbao, pero al final decidieron llevarlo a Aragón, para que luchara en primera línea, así que fingió una neumonía y se libró de nuevo. Concluyó la guerra con el mérito de ser el único soldado español que no había pegado un tiro en tres años. Pero luego, en 1939, cuando Hitler invadió Polonia, algo se removió en su interior. Se quería ofrecer a los ingleses como espía, pero no hablaba ni papa del idioma de Shakespeare, así que tonteó con la Abwehr alemana del almirante Canaris, que lo fichó. Entonces sí que interesó al MI5 inglés, que también lo fichó y lo convirtió en agente doble. Y en 1944, Joan Pujol, ya convertido en ‘Garbo’, su nombre en clave, logró una hazaña mundial: convenció al Führer, que podía ser muchas cosas menos tonto, de que el desembarco aliado llegaría por Calais, y no por Normandía. Una jugada maestra que permitió el Día D. Su final fue, como su vida, genial: Hitler lo condecoró y Churchill hizo lo mismo. Glorioso.