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En Ciutat se ha establecido como algo normal el cobrar doce (e incluso dieciséis) euros por una tostada con una tortilla francesa y aguacate como sinónimo de una dieta sana. Estamos pagando a precio de un antiguo entrecot con patatas lo que era una cena de enfermo. En esta homogeneización de la dieta en el continente (aún no entiendo porqué hay que coger un avión y recorrer 3.000 kilómetros para comer aquí una triste tortilla francesa con aguacate), hay un desespero por parecernos al norte. Cuando somos más sur que nunca.

Nos creemos nórdicos e introducimos su dieta en nuestras neveras y nuestros huertos, cuando el clima mediterráneo es el que ha decidido nuestra suerte. Y esta va a cambiar. La sequía pertinaz se ha incrustado en nuestras tierras, cada vez más secas, más agrietadas, más sedientas. Nos creemos del norte o incluso tropicales, por eso en Málaga se siembra a lo bobo aguacate y mango, que requiere de un consumo de agua colosal, que no va a acorde con nuestro clima. Exprimimos Doñana, robamos agua con tuberías falsas en pozos ilegales. Llenamos las piscinas de aquellos que consideran que es su derecho bañarse en líquido clorado pese a que tiene el mar a menos de media hora desde cualquier punto de la isla.

Extendemos una manta de césped de aire británico en una tierra blanquecina, pobre hasta el extremo. Y mientras tanto, los estudios científicos hablan de que de aquí al año 2100 (a la vuelta de la esquina), Mallorca y la mayor parte de España serán ya desérticas. Si no lo son ya, porque las llanuras castellanas son a día de hoy un canto a la sequía. Somos desierto y aún no lo sabemos.