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Ahora que está tan de moda demonizar todo lo ruso, quizás por los esfuerzos de Putin de zamparse a sus países vecinos y fagocitar a sus opositores, es de justicia redimir a los otros rusos, que no todos son pequeños dictadores. Y en especial los escritores de aquel país del siglo XIX, que son la Champions League de la Literatura universal: Pushkin, Tolstói, Gorki, Chéjov, Turguénev, Gógol o Dostoievski. Que en las letras vienen a ser el Real Madrid de Di Stefano, Puskás y Gento. Pero de todos ellos, si nos obligaran a elegir, nos quedaríamos sin duda con el atormentado Dostoievski. Un genio único que nació en 1821 en Moscú. A su padre, que era doctor, se le iba la mano, así que el joven Fiódor las pasó canutas. Su madre, María, era una santa, como todas las madres, y le rescataba en los momentos de furia paterna. Ya adulto, Dostoievski se aficionó a la bebida y el alcohol. Y a las deudas. Una joya de yerno, vamos. Pero creó obras únicas, como Crimen y Castigo o Los hermanos Karamazov. Lo cual tenía mucho mérito porque pocas veces estaba sobrio o fuera de un casino. El zar Nicolás I lo condenó a muerte por alta traición, pero al final fue amnistiado, cual Puigdemont, y recluido en un gulag de Siberia, que no era precisamente Nueva York. Tras salir, viajó por Europa con su novia Polina, que le engañó con un joven estudiante español. Y recaló en los casinos alemanes, ávido de apuestas. Agobiado por las deudas y los acreedores, escribió en solo 26 días El jugador, posiblemente el mejor libro de todos los tiempos. Y el más documentado. Que si alguien sabía de ruletas en el mundo, ese era Dostoievski.