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Suelo tener menos memoria que Pedro Sánchez cuando habla de la amnistía. No es que cambie de opinión como cambio de carril en la vía de cintura, simplemente me olvido de las cosas. Desde hace cierto tiempo para recordarme de algunos asuntos, por ejemplo, de una historia para publicar en el periódico o de un tema para uno de estos artículos, agarro el teléfono y me envío a mí mismo una nota de voz por WhatsApp en la que de forma esquemática dicto la idea que se me acaba de ocurrir. No hace mucho tuve un trancazo de esos que la nariz parecen las Fonts Ufanes y los orificios están tan atascados como la entrada al Marítimo a la altura del Palau de Congressos. Ese día, sin embargo, tuve fuerzas para mandarme una nota de voz con un tema que en ese momento pensaba que era muy bueno. El problema es que olvido escuchar mis propios WhatsApp y por lo tanto estoy en las mismas que antes de que existiera esta aplicación. Pero ese mensaje saltó no sé cómo días después en el auricular y no reconocí que era mi propia voz hablándome a mí. Es como lo de encontrar a tu otro yo en un viaje al futuro. El universo explota, ya saben. Creía que era alguien que había localizado mi teléfono y me daba una propuesta de reportaje que no interesaba a nadie. A medida que lo escuchaba comprobé que efectivamente era mi voz la que oía y lo que hacía varios días me parecía el próximo Pulitzer, en ese instante no daba ni para un breve. Si hubiera actuado cuando dicté el mensaje me habría equivocado y días después, en frío, acerté por completo. Desde entonces no paro de discutir conmigo mismo por WhatsApp. Mi yo más reflexivo aparece de golpe cuando escucha al otro tipo impulsivo. Y es que la segunda idea suele ser casi siempre más buena que la primera.