Si de algo hay que tomar buena muestra es de la falta de complejos y de la necesidad imperiosa de mezclarse, aristócratas con artistas, embajadores con saltimbanquis de la noche, estrellas con estrellatos efímeros, cultura de la calle con cultura para la élite. Quizás todo eso lo represente mejor que nadie la revista Vanity Fair, que no tiene empacho en poner en valor todo aquello que lo tiene. Este año fue de todas las fiestas a las que he asistido la más emocionante, porque era la vuelta a la normalidad, en el Teatro Real que es donde se han celebrado las tres ultimas grandes galas, y también porque el homenajeado, Raphael, el único, supo captar todo el amor que los asistentes sentimos por él, por su obra y por la familia que ha creado. Raphael es la megaestrella que no quiere dejar de serlo, que ha consagrado su vida al arte y a los suyos, que son guapos, educados en extremo y lo que es mejor, buena gente.
Fiesta de ‘Vanity Fair’
El homenajeado, Raphael, supo captar todo el amor que los asistentes sentimos por él
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