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Un médico italiano, Severino Antinori, anuncia su propósito de clonar seres humanos, animado probablemente por su afán de notoriedad "ya la ha conseguido", aunque asegura que su objetivo es ayudar a personas estériles. Gran parte de la comunidad científica internacional se ha llevado las manos a la cabeza, horrorizada ante la posibilidad de que un particular se dedique a realizar peligrosos experimentos al más puro estilo Frankenstein, previsiblemente con aterradores resultados.

Una de las voces más críticas es precisamente la del creador de la oveja Dolly, que conoce muy de cerca los fracasos en el proceso de la clonación: la mayoría muere durante la gestación y los que nacen lo hacen con graves malformaciones o problemas que los llevan a una muerte prematura. El italiano se defiende alegando que un ser humano no es un animal, pero a nadie se le escapa que en el campo de la biología, de la física y de la química, un hombre no es diferente a cualquier otro mamífero.

Pero he ahí que a Antinori ya se le han ofrecido centenares de parejas deseosas de tomar parte en el experimento, algunas de ellas en un intento por «copiar» con absoluta exactitud a un hijo muerto. Está más que claro que unos padres que eligen ese camino necesitan apoyo psicológico para superar la terrible pérdida y nunca el respaldo de un visionario que, a la manera de un Dios, les promete devolver a la vida a alguien irrepetible.

En un terreno tan resbaladizo y delicado como éste, en el que convergen aspectos como las emociones, la propia vida, la infancia, la muerte y los desafíos de la medicina, hay que moverse con pies de plomo. Experimentar dentro de lo razonable para evitar enfermedades congénitas o mejorar la calidad de vida de personas enfermas es todo un reto, pero de ahí a la «resurrección» y otro tipo de milagros, hay un abismo.