Tras trece largos años de guerra civil y bajo un régimen autoritario que había logrado aplastar cualquier disidencia, Bachar Al Asad ha terminado por huir a Rusia, su gran valedora, para poner a salvo su vida y a su familia. Las tropas rebeldes, un batiburrillo de facciones enemistadas entre sí que ha hecho un frente común para lograr el derrocamiento, ha conseguido lo inesperado en apenas unos días aprovechando las peculiares circunstancias: Putin enredado en Ucrania y Hizbolá diezmado por Israel. Eso, que ha sido casi un milagro, será probablemente lo que determine el incierto futuro del nuevo régimen.
Optimismo infundado.
Ojalá el optimismo que han mostrado algunos, dando la bienvenida a los milicianos yihadistas tenga algún fundamento, porque a priori lo que se percibe desde el exterior es un confuso enjambre de grupúsculos radicalizados, muchos de ellos con raíces en el terrorismo islámico, lo que podría fácilmente derivar en otra guerra civil. De hecho, aunque Damasco ha caído y la algarabía es generalizada en el país, todavía hay milicias apoyadas por Turquía que combaten contra los kurdos en el norte, todos ellos formando parte de los «rebeldes» que han derribado a Al Asad.
El futuro.
Las voces internacionales más influyentes han exigido que Siria se encamine hacia la paz y la democracia, incluso los propios rebeldes han anunciado que el próximo gobierno será «civil», aunque nadie sabe a ciencia cierta qué tipo de ideología sustenta al actual líder de la revuelta, Abu Mohamed al Jolani, cuyo currículum –Estados Unidos y la ONU lo consideran «líder de un movimiento terrorista global»– no parece augurar nada bueno. Quizá a partir de ahora millones de sirios exiliados regresen a su hogar para encontrarlo convertido en otro califato radical al estilo de los talibanes afganos dominado por el temible Estado Islámico.