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Me encanta ir al cine en invierno. Me parece un refugio bonito que las ciudades ofrecen contra el frío y la tormenta. La ficción siempre nos salva. Hace poco fui a ver dos películas muy distintas, pero con características similares. Ambas se basan en una historia real, transcurren en Barcelona y tienen a un mismo actor como protagonista. El 47 es una película ambientada en 1978, cuando un conductor de autobuses llamado Manolo Vital, secuestró el autobús que conducía y lo llevó a un barrio de Barcelona, Torre Baró, incomunicado y pobre. Un barrio que fue construido de la nada por los inmigrantes extremeños que llegaron a Barcelona buscando una vida mejor.

La segunda es Marco, un drama autobiografiado, que se ambienta también en Barcelona. Es la vida de Enric Marco, quien se construyó un falso pasado explicando que había estado encerrado en un campo de concentración nazi. Sus habilidades comunicativas y narradoras le granjearon durante años la simpatía de numerosas personas, que asistían a sus conferencias.

Eduard Fernández es el protagonista de estas historias, un actor magnífico que lleva a cabo un trabajo magistral de interpretación. Los papeles de Manolo y de Marco son muy diferentes. El hecho de que ambas películas hayan coincidido en las carteleras cinematográficas resalta la versatilidad de este actor, perfectamente capaz de meterse en la piel de sus personajes. En el papel de Manolo Vital, el defensor de las causas perdidas, el inmigrante que dejó atrás una vida pero que no piensa renunciar a esa otra vida que ha construido con sus manos, Eduard nos conmueve. La película, que combina guiños de humor con el dramatismo de lo cotidiano, es una delicia. En el papel de Marco, el gran impostor, el eterno mentiroso, el hombre que se refugia en la fabulación para dar un sentido a su vida, nos encontramos con un protagonista creíble, que inspira más tristeza que decepción.

Admiro el trabajo de quienes son grandes actores porque saben construir o recrear a seres humanos que nos interpelan.