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El punto más decisivo de la Constitución es el que proclama que la Villa de Madrid es la capital de España. Porque de allá, justo debajo de la Sierra del Guadarrama, arrancan los males de nuestro desquiciado Estado de las nacionalidades y las tensiones. Desde aquellos lares centrales se expande a bombo y platillo el mando y ordeno ideológico y cultural que intenta reducir a provincianos de ínfima categoría a toda la periferia. Amparado en la espectacular resonancia de su poderío comunicativo, el madrileñismo militante nos transmite con machacona insistencia sus desaforadas peleas dignas de una máquina de picar carne.

Azuzados por televisiones y radios, cada día se baten récords jamás vistos: el Tribunal Supremo imputando al fiscal general del Estado; un juez imputando a la mujer del presidente del Gobierno, y suma y sigue. Todo este incendio desatado es para hacerle pagar a Sánchez el ‘terrible’ pecado de haber llegado al poder gracias a los votos de los catalanes y los vascos.

A su vez, es fortísimo el dominio mediático capitalino sobre segmentos periféricos que les son afines y hacia donde han exportando histeria y desestabilización en todos los ámbitos. Lo vemos en Balears, donde el Govern Prohens va de cráneo porque Vox ha asumido las técnicas quebrantahuesos del Manzanares.

Y poco puede hacerse ante tan descerebrado espectáculo. Sólo un milagro permitiría respirar a la martirizada periferia. Tal vez el que aconteció en la película Una tarde en el circo de los Hermanos Marx: Una insoportable orquesta colocada sobre una plataforma amarrada junto al mar, y dirigida por un tal Jardinet, tocaba y tocaba sin parar. De pronto, alguien desató las amarras y la orquesta se largó allende los mares. Tal vez la salvación sea que Madrid se nos vaya. Que se largue lejos, muy lejos, con su ruido y su furia estruendosos. Y nos deje en paz, para siempre.