Francisco, donde tenía su casa. | Alejandro Sepúlveda

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Una viga le salvó la vida. Francisco Páez Acedo, de 73 años, dormía en su casa de la Plaza Serralta cuando el edificio vecino de Rodríguez Arias se desplomó aquel fatídico 26 de octubre pasado. Su planta baja quedó arrasada, pero él sobrevivió de milagro. Ahora, casi medio año después, denuncia que «la alcaldesa Aina Calvo y las instituciones me han abandonado como a un perro. Lo perdí todo: muebles, ropa, efectos personales e incluso mis ahorros. Me dijeron que me ayudarían y no han movido un dedo por mí. Me he tenido que alquilar una casa que pago con mi sueldo de pensionista».
El pensionista malagueño, que lleva en Mallorca desde los siete años, está furioso. «Aún no puedo dormir. Escucho un ruidito y ya salto de la cama. No tengo nada, pero ni el Ayuntamiento, ni el Consell ni el Govern se han dignado a ayudarme. Se hicieron las fotos el primer día y luego si te he visto no me acuerdo». El ex estibador del puerto arrastra una profunda depresión y recuerda con terror cómo escapó de la muerte: «Me metí en la cama y escuché un trueno, como una bomba. Todo se derrumbó y una viga quedó sobre mi cama. Salí por una ventana a la calle, en calzoncillos y lleno de sangre. Pasé unos días en Son Dureta y después me alojaron en un hotel de la calle Industria. Una hija se hizo cargo de mí y me llevó a Ciudad Real, pero de vuelta me encontré con que nadie se acordaba de mí. Parecía como si no existiera, como si hubiera muerto en el derrumbe».
Psicólogo
A los cuatro meses le remitieron una carta en la que le anunciaban que los servicios sociales le podían facilitar un psicólogo. «Mi amigo Juan José Juan y mi abogada me lo desaconsejaron, porque era pasar de nuevo por ese trauma. El tratamiento me lo tendrían que haber ofrecido a los pocos días del desastre, cuando estaba desesperado y traumatizado».
El proceso judicial para cobrar las indemnizaciones y concretar las responsabilidades será muy largo, quizás algunos años, y Francisco Páez ha tenido que alquilar un apartamento en Rodríguez Arias, cerca de su antigua casa: «Pago cada mes 480 euros, pero si no lo alquilaba me quedaba en la calle. No iba a vivir de la caridad de mis amigos».
En enero, el pensionista se volvió a reunir con la alcaldesa, que le prometió ayuda. «Me han engañado vilmente. Los primeros días todo eran buenas palabras, me decían que lo iban a arreglar todo ellos, que no me preocupara de nada. Pero todo ha sido una gran mentira». Los cascotes a los que quedó reducida su planta baja se lo comieron todo: su colección de sellos de toda una vida, su valiosa colección de monedas, unos ahorros considerables, los cuadernos de fotos, los muebles, su ropa. Todo.
Y ahora, con 73 años y secuelas psíquicas y físicas, tiene que afrontar un futuro incierto. Abandonado por las instituciones.