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No ha de encontrar muchas dificultades el Gobierno legítimo brasileño para averiguar quién pagó a la turba que asaltó el Congreso, el Supremo y el Palacio Presidencial: basta con saber a quién (a quiénes) beneficiaban las políticas salvajes de Bolsonaro y perjudicarán las anunciadas por Lula para revertir el inmenso daño que aquellas han infligido a Brasil y a los brasileños.

La horda remunerada que atacó las sedes de la soberanía nacional destruyendo archivos, mobiliario y obras de arte, que tanto recuerda no solo a la que invadió hace dos años el Congreso y el Senado de los Estados Unidos, sino también a la que protagonizó en España hace dos siglos y pico el Motín de Aranjuez.

El contraste entre la barbarie de la errática chusma y la racionalidad ultramoderna de la arquitectura de Brasilia, fruto de un Oscar Niemeyer al que se dejó hacer y se dotó de medios para hacerlo, resultaba, tras la inicial perplejidad, escalofriante, pues tras el terrible efecto plástico, visual, del aquelarre bolsonarista, emergía la evidencia política de que no es suficiente mejorar el continente, ni siquiera de una manera tan brillante y audaz como en Brasilia, si no se imprime el mismo trabajo, o mayor, en mejorar el contenido. O dicho de otro modo: la modernización, esto es, la democratización de un país, precisa de una renovación de su arquitectura social acaso menos llamativa, pero sí más labrada y más profunda.

60 millones de brasileños votaron al que suprimiría con gusto el, a su juicio, nefasto vicio de votar. Con fabricarse una masa adicta mediante la manipulación emocional, usando las técnicas de los telepredicadores adaptadas al modelo de los césares visionarios, de Hitler y Mussolini a Trump, no se necesita ya otra cosa que dinero para poner en marcha la máquina de destrucción de la civilidad, y siempre hay quien pone ese dinero, algún hampón de altos vuelos y despacho forrado de caoba que lo pone con gusto como fantástica inversión.