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A lo largo de los años, la riqueza del lenguaje se ha ido degradando a marchas forzadas. Hay quien dice que no es una pérdida porque a medida que unas expresiones caen en desgracia surgen otras para sustituirlas. Y es cierto, aunque habría que valorar cuáles tienen más sentido, resultan más coherentes y, sobre todo, gozan de la precisión que se le debe exigir a un idioma. El ejemplo más repetido hasta la náusea hoy es esa ridiculez que dice: «Como no podía ser de otra manera...». A ver, periodistas, escritores, locutores, presentadores de televisión, por favor, mediten dos segundos sobre lo que están escribiendo o diciendo. Todo, absolutamente, podría ser de otra manera. Siempre. No hay nada en este mundo que únicamente pueda ser de un modo; todo puede torcerse, cambiarse, dar sorpresas, alterarse. Entonces, ¿qué sentido tiene esa expresión? Aparte de fea y de falsa, no aporta nada. Olvídenla. Solo sirve para que quien tiene que llenar dos columnas en un artículo y le falta una línea con la que ya no sabe cómo lidiar, pueda añadir esas palabras mágicas que le permiten terminar e irse a su casa. Los tópicos y lugares comunes son otro recurso manoseado un millón de veces que, al menos los que nos dedicamos a escribir, deberíamos desterrar de nuestras páginas. Hace casi cuarenta años que llegué a la universidad y ya entonces los profesores nos advertían contra esos adjetivos manidos de los que debíamos huir como de la peste: el pavoroso incendio; la pertinaz sequía; el espectáculo dantesco... Cuatro décadas después, los relatos de sucesos continúan repletos de ellos y quizá no sea lo peor. Ahora, los titulares se han abierto a expresiones vulgares que antaño estaban vetadas y que hoy se exhiben como si todos fuéramos barriobajeros.