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Ocurrió a mediados de la década de los sesenta, los apostillados felices, en el contexto de «contra Franco éramos más jóvenes». La contracultura jipi apenas acababa de divulgarse patrocinando hacer el amor (traducido del francés) y no la guerra (del inglés make love not war) Años inolvidables en los que albergamos infinidad de ilusiones. Inclusive que la democracia era la solución mágica de todos los problemas. Demasiados, se ha visto a posteriori. Eran los años inmediatamente anteriores al mayo francés del 68, cuando se forjó una versión de la progresía que todavía vive, aunque ya está, en la primigenia versión, en franca decadencia.

El hijo veinteañero y ‘rojillo’ del gobernador civil de una capital de provincia, de cuyo nombre no quiero acordarme, fue detenido, por participar en no importa qué actividad subversiva, por miembros de la brigada social. Lo que fue acompañado, durante su noche de calabozo, de una buena golpiza. Lo que, ya en casa, explicó a su madre con lujo de detalles. Era la oportunidad de ganar su relato, por lo menos a su madre. Su padre era otro cantar. Siendo gobernador civil era jefe provincial del Movimiento; lo que significaba tener las ideas, ‘fachas’, blindadas. Su madre en cambio, pensaba, no podría ignorarle. Mas, la sorpresa de nuestro hombre fue la respuesta de su madre: «Hijo mío, no me lo puedo creer». Definitivamente, pensó, no había nada que hacer con aquella mentalidad. No hay peor sordo que quien no quiere oír… Mas, siendo algo tan lejano en el tiempo me pregunto el por qué lo habré recordado ahora. Supongo que porque es un arquetipo y porque cada día hay ocasiones para el recuerdo. Ignotas algunas. Pero que en todas las épocas podemos encontrarlas. Porque siempre hay quienes niegan la evidencia y quienes no aceptan ver la realidad o ciertas realidades cuando piensan que eso pudiera impulsarles a hacer algo que no están dispuestos a hacer, como modificar, siquiera un ápice, el modo de pensar o la opinión sobre algo que les afecta. Ciertamente, la señora del gobernador y madre de nuestro hombre procedió, en definitiva, del modo que tantos proceden ante unos hechos que les resultan inquietantes, sea cual que sea su ideología o el cuadro de valores. A su hijo, nuestro personaje, que he mantenido en el anonimato, a buen seguro que lo reconocerán. Habita entre nosotros y aunque ha visto y vivido ya muchas cosas, todavía hay algunas que, pese a ello, no se las puede creer.