Jaume Pizà, el rey del Paseo Mallorca

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Recién aterrizado en Palma leo en la edición digital del periódico la noticia que, no por esperada, me sume en una auténtica tristeza: se nos acaba de ir Jaume Pizá, nuestro Petrucciani particular. Al igual que el genial pianista francés, en Jaumet, como le conocíamos muchos, nos demostró que el carisma, la humanidad y, en definitiva, la capacidad de lidiar con la vida no depende ni de la procedencia, ni del físico ni del papel que representamos cada uno de nosotros en el gran teatro del mundo del escribió Calderón. «Sa gent estufada es beneïta» me dijo en una ocasión. Así era en Jaumet: trabajador, cariñoso, atento y disfrutaba como ninguno de las tertulias que se alargaban más allá de la hora del cierre, siempre con ese humor suyo tan característico (rápido, cuasi berlanguiano) capaz incluso de desconcertar al primerizo. Pero, sobre todo, Jaume era poseedor de una educación exquisita, destilaba bondad por los cuatro costados y tenía esa viveza de espíritu que ya solo se percibe entre la vieja escuela mallorquina. Hasta su reciente enfermedad estuvo al pie del cañón en Los Rafaeles, donde uno podía liberarse de los rigores de la semana laboral entre alcachofas, montaditos de ternera, costillitas de cordero y otros manjares que recitábamos como la alineación de nuestros equipos preferidos. Dejas, Jaume, una huella enorme en el 28 del Paseo Mallorca, así como entre aquellos que tuvimos la suerte de conocerte. Te echaremos muchos de menos.