La etapa recuperó todo el sabor del ciclismo, que hasta ahora
había brillado por su ausencia en la presente edición del Tour. La
primera gran jornada de montaña no decepcionó y en ella se
conjugaron todos los ingredientes para convertirla en un auténtico
espectáculo.
No faltó de nada. Los escaladores cumplieron con su trabajo y
atacaron para mover la carrera en el techo del Tour, el alto de
Galibier (2645 metros de altitud), que recibió a los corredores de
forma hostil, con una molesta lluvia que añadió emoción a la
lucha.
Una cosa quedó clara en tan intensa batalla. El norteamericano
Lance Armstrong es un líder sólido.
Armstrong sabe que le basta con controlar los movimientos de sus
más directos rivales para conservar el amarillo hasta París. Sin
perder la calma y sin alterarse ante ningún movimiento, Armstrong
no sufrió para controlar el estado de la carrera. Tampoco perdió
los nervios cuando Fernando Escartín, Richard Virenque, Joaquín
Castelblanco y Manuel Beltrán decidieron irse en la subida al
Galibier y llegó con holgura al descenso para enlazar con los
hombres de cabeza.
Para ello supo estar en su sitio con un pedaleo regular y con la
cabeza fría, convencido de sus posibilidades. Esas eran las
directrices marcadas por su director deportivo, el belga Johan
Bruyneel, antes de la partida y Armstrong las supo cumplir a
rajatabla.
Pero lo que nadie esperaba era la explosión del norteamericano
en la última subida de la jornada. En el alto de Sestriere, también
bajo la lluvia, Armstrong emuló a Marco Pantani y dejó «planchados»
a sus acompañantes en cabeza de carrera. El corredor dejó atrás a
Gotti, Zuelle y Escartín, que formaron el trío perseguidor, del que
solo el suizo Alex Zuelle pudo seguir de lejos a americano.
Armstrong se exhibió en los últimos kilómetros con una fuerza
extraordinaria y se alzó con una meritoria victoria que deja las
cosas totalmente diáfanas.
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