Titular indiscutible de su selección, Carlos Roa pasó de mero
componente del equipo nacional a ser deificado por la afición
argentina tras su colosal papel en el mundial de Francia. Dos meses
después de la noche en que lloró tras detener los penaltis de
Rivaldo, Celades y Figo en la final de la Copa del Rey, el
guardameta se adueñaba de otra fecha para la historia capitalizando
la eliminación de Inglaterra desde su distancia favorita: los nueve
metros. Roa paró los lanzamientos de Paul Ince y David Batty e
Inglaterra se marchó a casa.
En el cénit de su carrera, cuando algunos de los mejores clubes
del planeta pugnaban por ficharle, Roa había decidido abandonar
para siempre el fútbol profesional, pero aún tardaría un año en
hacerlo.
El último trimestre de la pasada temporada, el adiós de Roa
habría copado todo el protagonismo del Mallorca de no ser porque el
club se veía superado por su propia actualidad. Enfrascado en la
final de la Recopa, excelentemente colocado en la liga y con
Antonio Asensio persiguiendo a Cúper para que desvelara de una vez
sus planes de futuro, el club no estaba para volcarse en el mundo
interior de su portero, que vivió en un segundo plano hasta que
finalizaron todas las competiciones.
Como colofón a la mejor temporada en ochenta y tres años de
mallorquinismo, la tarde del 25 de junio Carlos Roa compareció ante
los medios de comunicación con un revelador libro bajo el brazo,
«Paz en la Tormenta», un ideario de la iglesia Adventista que
posteriormente repartió a los periodistas. «Pedí a Dios que me
dejara jugar un mundial y me lo dio, pedí venir a Europa y también
me lo dio. Ahora ha llegado el momento de retirarme porque en la
vida hay cosas mucho más importantes que el dinero y el fútbol»,
señaló el guardameta. El adiós se había confirmado. Uno de los más
destacados líderes que dio el bienio de oro se mostraba decidido a
pasar página del mejor capítulo de la historia bermellona.
Pocos días después, se quitó definitivamente de en medio.
Entregado a su iglesia y a las labores de campesino en un rancho de
Córdoba, Roa se desmarcó del mundo hasta que decidió que ni las
cosas de Dios duran eternamente.
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