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La historia del Real Mallorca escribió uno de sus episodios más frenéticos en una noche de desenlace previsible. Un Valladolid que llegaba con los deberes hechos era la víctima propiciatoria que debía mantener a los mallorquinistas por sexta temporada entre los mejores del balompié español. Y es que la permanencia parecía un hecho cuando el equipo arrancaba una temporada de gloria ante Las Palmas. Las circunstancias del fútbol hicieron que la afición empezara a acumular sinsabores que acabaron con una explosión de euforia que sirvió para recordar aquellos tiempos en los que salvarse era la meta ansiada. Europa se asomó con demasiada frecuencia al panorama mallorquinista, poco habituado al sufrimiento extremo.

De forma comedida iba haciendo acto de presencia el seguidor en un Son Moix que una hora antes del inicio daba síntomas de lleno. Así fue, pero los rostros reflejaban una tensión que creció con el paso de los minutos. La llama de la esperanza seguía viva, más cuando el Athletic se avanzó en el Heliodoro Rodríguez López. Pero desde Anoeta llegó una nueva que desfiguró el rostro del público. Jorge marcaba para Las Palmas y el descenso empezaba a cobrar forma.

El equipo apretaba, pero el gol se resistía cada vez más. Más de uno ya se retiraba hacia los pasillos interiores para aligerar tensiones cuando Fernando agravaba un poco más la situación. Pocos se vinieron abajo y el tanto pucelano sirvió para dar alas a una hinchada que, lejos de venirse abajo, se creció ante la adversidad.

El tiempo de descanso fue además de reflexión. El comentario invitaba al optimismo, pero el panorama no. Éste cambiaría radicalmente en el preciso instante en que Ariel Ibagaza dirigía el esférico a la escuadra de Ricardo. Los nervios contenidos afloraron, salieron a la luz, y el sueño empezó a cobrar forma. Desde ese momento, más de uno no pudo estar ni quieto, ni callado ni al margen de lo que se cociera en San Sebastián y Tenerife. A los de Clemente se les fundieron las ideas, pero el once de Vázquez seguía siendo la amenaza.

Algunos recurrían a la fe divina, el palco era un cúmulo de nervios y Luque hacía temblar los cimientos del feudo mallorquinista con un tanto que se veía adornado cuatro minutos después con el empate realista, obra de Kovacevic. Lo que hace dos semanas era una utopía, era una realidad. Mallorca y su afición siguen siendo de Primera División, a costa de un final de infarto y gracias al empuje ejercido desde el otro lado de la pista de atletismo.