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Hace dos años, Rafael Nadal disputaba en Wimbledon su primer torneo del Grand Slam. Con 17 años y un par de semanas, y un rostro aniñado, el tenista de Manacor igualaba uno de los récords de Boris Becker: alcanzar la tercera ronda a tan corta edad. Era su segunda experiencia sobre hierba -el año anterior había sido semifinalista en el cuadro júnior- y ya había evidenciado que su perfil poco tiene que ver con el de los jugadores españoles.

Es un especialista sobre tierra batida -sus seis títulos, incluído Roland Garros, lo demuestran-, pero se adapta perfectamente a las superficies rápidas. Wimbledon es su torneo preferido y si alcanza la segunda semana habrá que tenerle muy en cuenta, igual que se temía a Bjorn Borg a finales de los setenta.

Nada en la carrera de Rafael Nadal se parece a la de los jugadores españoles. Dominador absoluto en las categorías base, su irrupción en el circuito profesional (en 2001) ha sido la más prematura del tenis nacional. Su trayectoria está plagada de récords y con 19 años recién cumplidos aglutina casi tantos títulos como los grandes jugadores españoles de los últimos tiempos. Pero Rafael Nadal es un tipo inconformista. Pese a haber sido el mejor del mundo en su categoría toda la vida, siempre ha buscado escalar al siguiente peldaño. Igual que en la actualidad.