Auditòrium, Orquestra Simfònica, Philippe Bender. Es decir,
mismo escenario, misma orquesta, mismo director, incluso una misma
obra que en el concierto del jueves. Pero envueltos en la mañana y
sin tener que pasar por taquilla, para animar a otro tipo de
público.
Dudas razonables, pues, sobre la calidad que iba a regalarse y
que pronto se disiparon, sobre todo gracias a Emmanuel Bleuse, un
violonchelista que regaló musicalidad con generosidad y simpatía.
Su arco amplio, su sonido potente y redondo, su aplomo, son algunas
de las características que definen a un solista que se desenvuelve
con una naturalidad siempre de agradecer en un entorno como el de
la música clásica, tendente al formalismo.
Justamente se supone que estos conciertos se despojan de esta
envoltura y liberan su discurso toda severidad. No hubo
concesiones, sin embargo, en el aspecto artístico. Es verdad que
apenas había niños (y alguno se hizo notar, sin importarle que su
berrinche coincidiese con la máxima concentración del chelista en
la interpretación de la cadencia) y que los espectadores mayores se
comportaron con atención religiosa: así, casi parecía un concierto
de verdad. Sólo faltó el intermedio.
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