Si contemplamos como principal premisa de todo concierto que su concepto gira en torno al silencio y cómo rellenarlo, al portorriqueño Luis Fonsi le bastó con su presencia sobre el escenario para desencadenar la locura colectiva de un aforo lleno hasta la bandera.
Su amaraje en la Isla suponía acoger por primera vez a este hijo del dancehall latino, héroe en nuestros días. Trajo bajo el brazo la mejor carta de presentación: su última producción discográfica, Palabras del silencio, un auténtico imán de masas. Encajada en el Auditòrium, la voz de Fonsi dibujó viñetas sentimentales arropadas por melodías sobreedulcoradas, auspiciadas en la clásica gesticulación melancólica del trovador latinoamericano "de poca profundidad".
Si en el disco sus temas parecen encorsetados y varados en la reiteración de patrones melódicos, en directo desatan su vertiente más abrupta, viéndose revestidos por una portentosa instrumentación eléctrica. Así, el artista se vació en su recorrido por el pop latino más vitalista, el r&b más profano y el rock más tórrido, siempre con las proporciones bien medidas y las miras puestas en la facción femenina del aforo (que coreaba sus canciones con avidez y candor adolescente). Éstas fueron, sin duda, las mejores bazas de este artista de identidad quebradiza.
El conjunto de acompañamiento tiró de la guitarra para cimentar un sonido monolítico "firme como una cordillera rocosa" a partir de las variaciones rítmicas y la contundente sencillez del tridente bajo-batería-teclados; un dúo de acertados coristas proporcionó el oportuno subrayado a los recursos vocales de Fonsi, que basculaban con desparpajo del juego melódico al recitado acompasado. Su actitud y compromiso están libres de duda. El portorriqueño sabe comunicar, un valor siempre en alza.
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