El quinteto certifica su reencuentro con el público mallorquín en una calurosa velada ante más de 12000 personas. | Emilio Queirolo

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«¿Qué pasará, qué misterio habrá, puede ser mi gran noche?» Raphael se lo pregunta desde la noche de los tiempos y Antònia Font regresaba al escenario con la misma duda. Pero el público se lo puso fácil tras ocho años huérfano de sus canciones, vehículos que transforman la ensoñación en una estructura corpórea. Un logro solo al alcance de avezados alquimistas como Joan Miquel Oliver. Aunque lo mejor de su regreso es que llega con nuevo disco bajo el brazo. Sin duda, la mejor forma de poner tierra de por medio con respecto a esas giras que apestan a bucanero, en las que veteranos en baja forma se juntan para recordarnos que existieron.

Música enlatada de calentamiento, teléfonos en modo foto, gente apostada en primera fila, y nervios, muchos nervios. Así transcurrieron los preliminares del gran envento de la noche, tras la actuación del siempre estimulante Miquel Serra en un Poliesportiu Mateu Cañelles, ahora sí, hasta la bandera. La agitación, el delirio y el subidón de adrenalina irrumpieron cuando Antònia Font asomó por el escenario, de ellos pende la etiqueta de banda seminal, un término que designa a esos artistas que, con el tiempo, han esparcido su semilla inspirando a nuevas generaciones. El público tenía ganas de sumergirse en sus paisajes electrizantes; de perderse entre sus emociones desvaídas y punzantes; de liberarse con sus textos marcianos… Un minut estroboscòpica, tema que da título a su último LP, fue la primera salva de la noche, con una factura que conecta con el minimalismo introspectivo de la banda.

Y mientras la plana mayor de la política local debatía con la almohada el futuro que le sobreviene a sa roqueta, Catalina Cladera, Presidenta del Consell; y Catalina Solivellas, directora general de cultura; disfrutaban con énfasis protocolario del concierto de uno de los exponentes más reputados del ‘Producte Balear'. Siempre es positivo mezclarse con el pueblo, políticos con los pies en el suelo es lo que demanda esta sociedad. A Solivellas y Cladera se les sumaron otras personalidades del hemiciclo y la cultura local.

El karma de una banda que ha pasado demasiado tiempo en el dique seco, consiste en lidiar con las expectativas. En el caso de ‘Un minut estroboscòpica', estamos ante una digna continuación del sonido pulido y complejo de Antònia Font, que nos atrapa en su atmósfera agridulce y escapista, de gran poder evocador. Concebida por un Joan Miquel Oliver al que no se le agotan los argumentos y, consciente de sus virtudes, ancla su discurso en la vulnerabilidad. ¿Para qué cambiar algo que funciona? En cambio, ha crecido en ambición la puesta en escena de la banda, con un montaje de altos vuelos que cautiva al espectador con su recorte caleidoscópico, tridimensional, de ahí las gafas 3D que se entregaban a la entrada al recinto.

Hay algo en sus conciertos que entronca con el ritual, con el concepto de ceremonia. Son mágicos, narcóticos, complejos. Demandan atención, algo complicado en los grandes aforos. Conviene no despistarse demasiado porque siempre dejan motivos para la apología. En esta ocasión llegó de la mano de su tercer corte, ‘Darrera una revista', ya al amparo de la noche. Una melodía hermosa y desconcertante que brilló bajo un titilante mosaico de estrellas.

En Antònia Font todo acontece con la pausa suficiente para que Pau Debon espacie cualquier sonido brotado de sus labios. El frontman tiene un remoto aspecto de artista, algo afligido y frágil, vestido como para dar una clase de Filosofía. Pero cuando abre la boca fluye un registro que, como la flauta a la cobra, te hipnotiza. Una tras otra, cayeron las luminarias que habitan el delicioso y bizarro ‘universo Oliver', algunas ligeramente desprovistas de su belleza en disco. Fue reconstituyente, y por espacio de unas horas atenuó todo lo demás, que falta hace.