Antònia Vicens, en su casa de El Terreno. | M. À. Cañellas

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Nació en plena posguerra, en Santanyí, un pueblo que, como tantos otros, poco tenía que ofrecer. Recuerda que todavía había soldados por las calles y ese silencio tan pesado, fruto del miedo. De muy pequeña, Antònia Vicens ya aprendió, sin que nadie se lo dijera, que las palabras tienen «una gran fuerza», capaces de obrar casi un milagro. Precisamente así se titula el volumen que reúne todos los cuentos de Vicens: Quasi un miracle (La Magrana). Lo presentará este martes 4 de octubre, a las 19.30 horas, en Can Alcover (Palma), en un acto organizado por la librería Quart Creixent de Palma. Le acompañarán Sebastià Perelló y Pilar Arnau.

Dice en la nota que abre el libro que ha ordenado los cuentos inversamente, del presente casi inmediato al pasado más lejano para buscar «el efecto nostálgico que pueda provocar en el lector tener que mirar atrás en el tiempo».
— En el cuento que abre el volumen, el último que escribí, Rates, el lector se encuentra con hasta dónde he llegado, luchando por tener un estilo. En los primeros cuentos de cuando tenía 20 años está esa Antònia que ama las palabras, que cree en ellas y tiene una cierta compasión por los personajes porque no entiende cómo la gente puede vivir una vida tan anodina. No había nada en el pueblo. Las mujeres se casaban siendo jóvenes, tenían hijos y se quedaban en casa. Yo relato ese ambiente que tanto me espeluznaba, pero ahora veo que lo hacía con compasión; especialmente hacia las mujeres. Pero luego voy avanzando hacia lo que es mi preocupación: encontrar el misterio en cada momento que vivimos. Porque sin esta especie de misterio, sin ese casi milagro, creo que no nos moveríamos en medio de tanto horror. Y en Rates ya está toda mi plenitud o la plenitud que soy capaz de dar. Los personajes viajan en un tren, pero en este tren ¿las personas están vivas, están muertas, hacia dónde van? Al final de ese viaje Conxa [la protagonista] se encuentra con el amor de su vida. Es un cuento de renacimiento y de mucha luz.

¿Es usted nostálgica?
— No, pero la memoria no me perdona momentos demasiado luminosos ni muy oscuros. Es decir, tengo recuerdos preciosos de cuando era una niña, remando una barca en Cala Figuera una noche de luna llena. Pero también recuerdo a una mujer caminando por mi calle y otras mujeres, a la fresca, diciendo: ‘A esta cabeza hueca su esposo le tiene que pegar’. Esas mujeres lo veían algo normal... Me estremecía que en vez de sentir compasión por ella o defenderla hablaran mal de ella. No había conciencia ni de machismo ni de malos tratos, eran pobres sin tener conciencia de serlo. Eso era lo que quería reflejar en mis primeros cuentos. Todavía no conocía la palabra revuelta, revelarse, pero me decidí a mostrarlo.

La muerte está presente en toda su obra, también en sus primeros textos.
— Es que la muerte está siempre presente. Por ejemplo, cuando escuchas a Chopin o a Mozart, esa música emana de una persona que ha muerto. Con la muerte convivimos siempre de una forma milagrosa y a veces extraordinaria que nos ayuda a seguir. Está la muerte horrible y luego esa muerte gloriosa de los que nos han dejado ese gran legado.

¿Cree que su infancia influye en cómo concibe la muerte?
— Fui educada muy cristianamente porque en aquellos tiempos no había nada más. Un pueblo era como una ratonera. La gente ni siquiera iba a Palma, cogías el tren únicamente cuando tenías que visitar el médico porque estabas gravemente enfermo. Es difícil situarse en los años cuarenta. Todo cuanto teníamos era lo que nos enseñaban en la escuela y reinaba ese catolicismo franquista. Y claro, la muerte estaba muy presente, pero como algo bonito porque íbamos al cielo.

Pero también se temía a la muerte. Como la protagonista del relato Llençols brodats damunt l’herba, que cuenta que le habían enseñado a no salir de casa sin antes haber hecho la cama porque daba mala suerte.
— Pero nos educaban para pensar que, cuando murieras, serías libre. Si lo piensas es brutal, casi te hacían amar a la muerte, como esos jóvenes radicales musulmanes que se ponen bombas y se matan sabiendo que irán al cielo, donde se encontrarán con Mahoma o con una mujer preciosa. Creíamos que el cielo lo era todo. Estábamos seguros que caminábamos entre el cielo y el infierno. Yo he sacado partido de todo aquello, lo he convertido en arte como higiene mental, porque hay que sacar todo esto.

Si se hubiera quedado todo eso para sí misma...
— Vivíamos en una isla que había sufrido una guerra. Recuerdo que había soldados por las calles. Nací en plena posguerra, en todo aquel ambiente de silencio. En una misma calle, en una misma familia, había gente que había muerte por uno u otro bando. Y nadie hablaba de aquello porque daba miedo. Todo eso lo supe más tarde. Veía a las mujeres llorando mucho cuando hablaban. No entendía el porqué, pero sí que me di cuenta de que las palabras tenían una fuerza enorme: eran capaces de provocar el llanto, pero también de hacer reír. Ya de pequeña empecé a coleccionar palabras porque pensaba que podía escribir todo lo que veía y pensaba, que podía hacer lo que quisiera con ellas. Siempre he procurado encontrar algo luminoso dentro de la crueldad de la vida. No me da miedo un ladrón, me da miedo la vida. Le tengo mucho respeto, nunca sabes lo que te espera y eso es lo más cruel.

¿Cómo se imagina la muerte?
— Posiblemente los sueños nos enseñan a morir, porque nos vamos a dormir con nuestro pijama, a nuestra cama y nos despertamos como si viniéramos de otro mundo. Puede que no haya otro mundo, no lo sabemos, ese es uno de los misterios más grandes del universo. Si la muerte fuera esto sería muy fácil. Y tiene que serlo porque todo el mundo sabe morirse. El ángel de la guarda del que nos hablaban debía de ser la propia muerte. Tenemos la muerte pegada, crece con nosotros. Y creo que muchas veces nos salva de morirnos. Hacemos tantas animaladas que nos podríamos morir cada vez que salimos a la calle. La misma muerte nos guarda hasta aquella hora que ella decide. No morimos cuando queremos. Hay gente que intenta suicidarse y no lo consigue.

El suicidio también está presente en el libro...
— He pensado muchas veces en qué hay en la mente de una persona que se quiere suicidar, en los momentos previos y en ese segundo... Creo que tiene que ser una persona con un coraje inmenso. Cuando era una niña muchos se ahorcaban en los árboles. Era algo cotidiano. Lo que me parecía muy cruel es que no se pudieran enterrar en el cementerio como los demás. Esa discriminación de la muerte... De niña no entendía nada porque nadie me explicaba nada y ya me parecía que era una crueldad de la sociedad y de la Iglesia católica.

Los abusos y enfermedades como el alcoholismo tienen mucho protagonismo en estos textos.
— Cuanto más elemental es una sociedad más licor y más abusos hay. Era normal que los hombres bebieran mucho porque trabajaban muy duro de sol a sol. Cuando llegaban a casa se cambiaban la camisa y se iban al bar a jugar a las cartas mientras iban tomando una cazalla tras otra. Y, cuando llegaban por fin a casa, las mujeres les ayudaban a hacerlo porque a duras penas podían mantenerse en pie. Lo peor es que las mujeres tenían la obligación de salvar a sus esposos, también se convertían en madres. También vi a mujeres locas encerradas en sus casas, les daban comida por la ventana, algo que por ejemplo sale en La santa [publicada originalmente en 1980 y reeditada por Adia en 2019]. Todo eso también existe todavía, pero está encubierto. La humanidad ha mejorado muy poco, si no no habría tantas guerras. Por eso, cuando escribo, busco encontrar, dentro del horror, una chispa de belleza, casi un milagro. En vez de contar lo que hacen los personajes, me meto en sus sueños y en la parte espiritual que no se ve, en las pequeñas cosas. Has tenido un día terrible pero encuentras un momento de satisfacción, como un pequeño milagro, más allá de nosotros y de nuestra comprensión, que nos ayuda a vivir y a levantarnos a la mañana siguiente.

Solo hay un cuento inédito en este volumen, Clar com un mirall. Debe de tener varios sin publicar, ¿por qué eligió este?
— No tengo cuentos inéditos. Tengo una novela que hace diez años que tengo que terminar y no hay manera porque no siento la pasión suficiente como para meterme en ella. Porque cuando escribo narrativa tengo que vivir dentro, sino sería algo correcto, pero sin garra. Y como he ido escribiendo poesía y no sé hacer dos cosas a la vez...

¿Y por qué decidió publicar este, que escribió en la Navidad de 2004?
— No sé por qué lo escribí, lo encontré y pensé que podía publicarlo. Si no, lo hubiera tirado a la basura. Si algo que escribo no me gusta lo tiro, no lo guardo. De hecho, tiré mi primera novela, que quedó finalista en el Premi Ciutat de Palma. Tenía diecisiete o dieciocho años.

Decía que últimamente escribe más poesía. ¿Está escribiendo algún poemario?
— Ahora estoy descansando, ya saldrá. Escribir siempre es sinónimo de libertad. Escribir, para mí, nunca ha sido una obligación. Cuando me siento más libre es cuando tengo delante de mí una cuartilla en blanco.