El artista sirio Najah al-Bukai posa con uno de los dibujos creados en la Fundació Miró. | Adrián Malagamba

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Con humor, el artista Najah al-Bukai advierte al comenzar nuestra charla: «Cuando me torturaban en Siria me llamaban el filósofo porque me gustaba mucho hablar». Suena paradójico, ya que es lo que se busca en interrogatorios, por lo que en su caso era la prueba de lo ridículo de su encarcelamiento. Al-Bukai está estos días en la Fundació Miró junto al también creador Arnaud Rochard, ambos procedentes de la Casa de Velázquez, centro con el que colabora la Miró desde hace años. En el caso de Al-Bukai, su obra es personalísima y, al mismo tiempo, de alcance universal, ya que plasma su paso por las prisiones del régimen de Bashar al-Áshad y la huella que al-Bukai se niega a olvidar.

Al-Bukai participó en las protestas pacíficas contra al-Áshad que florecieron con la Primavera Árabe. Por ello fue detenido dos veces y pasó, primero, un mes en la cárcel, a lo que sumaría otros 11 meses preso después. Allí fue torturado y presenció situaciones inhumanas, además de verse forzado incluso a «transportar con mis propias manos los cuerpos de gente que había muerto en los centros de internamiento», relata.

Tras lograr la libertad, gracias al empeño persistente de su mujer, Abir Jassoumeh, pasaron al Líbano y allí comenzó a dibujar. Al principio «solo con un bolígrafo» y sin la intención de «exponer nada, solo como una manera de dar testimonio de lo ocurrido allí dentro». Poco a poco, su «expresionismo», a medio camino entre las pinturas negras de Goya y las pinturas del esloveno Zoran Music, fue llamando la atención del mundo del arte –y no solo del arte– y logró llegar a Francia, donde ahora reside, pero por mucho que los kilómetros le alejen del horror, hay cosas que se quedan contigo.

Culpabilidad

«De alguna manera me siento culpable porque yo he vivido todo aquello y he sido capaz de irme de un lugar donde ha habido tanta muerte». Lo dice alguien que, cuando repasa algunos de sus dibujos en los que aparecen cuerpos colgados, inertes, o gente transportando cadáveres, se refiere a ellos por sus nombres, porque les ha conocido.

Es por ello que para el artista, es imperativo mantener vivo el recuerdo: «No quiero olvidar porque eso supone que el dictador ha ganado. Si paro de dibujar y crear estas piezas, no seré capaz de sobrevivir». El humor, de nuevo, hace acto de presencia: «Para mí, lo que hago es como si fuera flamenco. Son mis obras más españolas las que estoy haciendo aquí y son, de alguna manera, como la reencarnación de los muertos en el proceso de grabado en la plancha porque es material, tiene superficie». Para él, de hecho, «tiene algo de divino, religioso».

Solo hay un momento en toda la entrevista que su semblante se torna serio: «El proyecto no está terminado y aunque creo que llegará un momento en el que estéticamente me libere de todo esto, la narración persiste. Puede que algún artista que no ha pasado por la tortura sea capaz de canalizar y expresarse de otra manera, pero yo no. Es un acto de resiliencia». Y al marcharnos, vuelta al trabajo en Son Boter, donde «he encontrado todo lo que necesito de una manera perfecta. Estoy aprendiendo técnicas nuevas y Mallorca tiene una luz muy diferente a la que hay en Francia». Y solo alguien que ha visto la oscuridad tan de cerca es capaz de apreciar de esta manera la luz.