Fue la primera cita de las tres que el grupo ofrecerá en el Audiòrium. | M. À. Cañellas -

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Antònia Font tiene la capacidad de hacer de la ausencia, del dolor y de la melancolía una experiencia vibrante. Sus himnos sin pompa y su épica onírica ahondan en la vulnerabilidad, son un microrelato mundano que pone la lupa sobre los aspectos que resquebrajan la vida. Es la mejor receta que ha encontrado Joan Miquel Oliver para escapar, quién sabe si del mundo o de sí mismo. Sea como fuere, el solleric sigue batiéndose contra sus demonios, y de esa batalla se beneficia el oyente. No es el primero ni será el último artista que monetiza sus tribulaciones personales, pero a diferencia de muchos otros él lo hace con dosis industriales de ingenio y singularidad.

Pero esto es en la teoría, porque en la práctica, cuando se apagan las luces, Pau Debon devora y hace suya cada palabra. Él es quien se abre en canal ante el público. Él es el apóstol al que se observa y escucha porque parece tener la verdad absoluta sobre la vida y los sueños, muchas veces descifrados en la imagen corpórea de las canciones que canta.

El primero de sus tres recitales en Palma arrancó este miércoles por la noche con diez minutos de demora ante un Auditòrium expectante. Arropados por una gran pantalla de visuales, alzaron el telón con tres cortes de su último LP: Cançó de llum, Un minut estroboscòpica y Oh la la; el contrapunto ideal a una de sus grandes luminarias, Darrera una revista, quinto corte de la noche.

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La platea de la sala palmesana se llenó hasta la bandera con este concierto.

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Crónicas

El quinteto se activó en los temas más resplandecientes, los más animados, y conmovió en su reverso, esas crónicas del desaliento capaces de remitir fuerza a quienes encuentran consuelo en ellas. Y no me canso de repetirlo: en este mundo de la música donde lo extravagante se recibe con normalidad, Debon encarna la quintaesencia de la naturalidad. Sus roles son infinitos, encaja como padre indulgente, amigo entregado o ese exnovio que jamás te llamará ebrio de madrugada. Es el Tom Hanks del pop.   

Con un sonido que no fue malo, pero tampoco óptimo –lo sufrieron cuando la cuestión tomaba un cariz más enérgico–, el quinteto remató un concierto que se elevó varios metros por encima de su última versión en Son Fusteret, sostenido en una discográfica en la que hay tan pocos éxitos como temas malos. Si lo piensa es un buen equilibrio, porque aunque alguien pueda echar de menos algún tema, es raro que le sobre ninguno. El cuerpo creativo de la banda es a estas alturas enorme. Y de ello se beneficia un espectáculo que, paulatinamente, deviene una comunión catártica entre el patio de butacas y el grupo.

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Antònia Font recaló anoche en el Auditòrium durante la gira por teatros que les está llevando por diferentes ciudades.

Aunque Pau Debon se desenvuelve mejor, sigue incomodándole el escenario –hay demonios de los que no se puede escapar–, parece que ha aceptado, con cierta resignación, que lo suyo no son los grandes parlamentos. Su arenga nace en unas canciones convertidas en un auténtico manual de supervivencia, en un decálogo contra la desazón, en balsámicos himnos pop que acuñan noches de puño en alto que guía –y borda– con su voz.