El escritor Paul Auster ha fallecido en su casa de Nueva York a los 77 años.

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A Paul Auster nuestro mundo se le queda muy, muy corto. Tan corto que, quizá a causa de ello, se ha pasado la vida entera construyendo otros ya fuera en forma de novela o, también, de cine. Y lo hace de la mejor manera posible: a través de la palabra. Auster es una suerte de Dédalo del lenguaje, un arquitecto de laberintos lingüísticos de muros hechos de azar en los que lo mejor que puede hacer uno no es buscar la salida, sino adentrarse en ellos con la esperanza de perderse.

Hoy le hemos perdido nosotros a él. Paul Auster ha muerto y esto me obliga a pasar del presente al pasado al hablar de él, con lo mucho que esto me molesta. El maldito pretérito siempre gana y nos damos cuenta una vez más de que siempre vamos a tener mucho más por detrás de nosotros que por delante. Ahora nos repetiremos los 'así es la vida' y 'es ley natural', dos palmaditas en la espalda, y a seguir. En esta ocasión, sin embargo, tenemos un 'pero' que juega a nustro favor: Auster ha muerto, pero permanecen sus palabras.

Las primeras que yo leí suyas fueron las de El país de las úiltimas cosas, de 1987. Yo tendría 17 o 18 años y, claro, no entendí absolutamente nada. ¿De qué habla este tío? ¿De qué a esta novela?, recuerdo preguntarme cada dos o tres páginas. Sin embargo, por razones que tampoco comprendí en su momento, me cautivó y no pude dejar de leer y, sobre todo, me era imposible evitar pensar en lo leído tras leerlo. El juego de espejos, el no saber qué está pasando y la necesidad de dejarse llevar por Auster como un guía del laberinto que él mismo ha creado fueron la mejor introducción a su 'universo'. Tras este llegarían muchos más y en todos ellos ocurría lo mismo: no hacía faltar ni saber de qué iba la historia, el único requisito es dejarse llevar. Ni migas de pan ni hilo de Ariadna, cuantas menos referencias mejor. Y es que cuando lees a Auster sabes que estás en manos de un maestro y solo has de dejarte llevar, como él mismo diría en su momento de nuestro estimado Enrique Vila Matas.

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El palacio de la luna es el libro que estoy leyendo actualmente, escrito por Auster en 1989, y leer sus palabras ahora que ya no está hará la experiencia más extraña si cabe. He leído a autores vivos y he leído a autores muertos, pero es la primera vez que leo a ambos a la vez en el mismo libro. Lo abro por el punto en el que se encuentra el marcapáginas y leo la frase que me toca para continuar la lectura en busca de algún sentido o alguna extraña coincidencia. La frase es esta: 'Durante el invierno, generalmente limitábamos nuestros paseos a las calles más próximas'.

Eso sí, hay que decir que si la muerte le rondaba en los últimos años, fue él quien la buscó primero y salió a su encuentro. Constantes veces. Siempre que pudo, prácticamente. A Tánatos debían pitarle los oídos porque Auster la afrontó valientemente de todas las formas posibles. Es, junto al azar, la memoria y la identidad, probablemente el tema que más ha obsesionado al autor.

La vemos como generadora de culpa en Leviatán, como combustible en En el pais de las últimas cosas, como terremoto azaroso en la vida del protagonista en 4321, como horizonte ineluldible en Baumgartner, su última novela en la que la locura por la pérdida sacuden al personaje, y, sobre todo, como el punto de unión de todos los caminos en Tombuctú.

En esta última, publicada en 1998, el nombre de esta ciudad de Mali, Tombuctú, no es otra cosa que la forma que tiene el mejor amigo del protagonista, un perro listísimo, de referirse a la muerte. ''Donde acaba el mapa del mundo, allí empieza Tombuctú'', escribió Auster. Ahora, este mundo que se le hacía tan tantísimamente corto, por fin se le ha acabado a Auster, y Tombuctú aguarda para ser puesto patas arriba.