La banda británica Simple Minds, anoche, en un momento del concierto que ofreció ante tres mil personas en Trui Son Fusteret. | Pere Bota -

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¿Cuánto vive una canción? El tiempo que perdure la química de su melodía, el tiempo que palpite su poesía en el corazón de la gente. Cuatro décadas después, las crónicas de fatiga, derrota y esperanza de Simple Minds mantienen su vigencia, sustentadas en un sonido tan épico como cercano, profundo e inagotable. Jim Kerr sigue siendo uno de los grandes embajadores del pop estilizado y grandilocuente, poeta de voz apasionada, sexagenario rebelde líder de unas mentes que nada tienen de simples, y que no precisan de aparatosas puestas en escena. Lo suyo es la música, la complicidad y comunicación que consiguen a través de ella.

Primeros compases y primeros recuerdos de juventud. Suena Waterfront, uno de los grandes estandartes de su repertorio, alojada en el álbum Sparkle in the rain del 84. El bajo zumba como un enjambre de abejas. Suena marcial. Jim Kerr canta como si un regimiento de guerreros zulús se hubiese colado en su garganta: ‘Ah, ah, walk away, to the waterfront’. El sonido, escupido hacia todos los rincones del recinto, suena potente y definido, como la vocalización del cantante escocés. A ese arranque tan enfático siguió Once Upon A Time, resorte melódico que puso en pie, como minaretes expectantes, a una gran parte del público acomodado en butacas.

Simple Minds maniobra como una banda tan de ayer como de hoy y ¿mañana? La verdad, cuesta imaginar a nuevas generaciones abrevando en su música. Más refinada aunque menos aturdidora que los ritmos urbanos que asolan las listas. Sin grandes sorpresas musicales, Son Fusteret fue testigo de un apabullante ejercicio multisensorial, repleto de canciones que son memoria viva del pop, en la primera cita del ciclo Palma Concert Series.

Melodía

Sonó Mandela Day y 3.000 gargantas corearon el estribillo al tiempo que 6.000 brazos se abrían al firmamento mecidos por su melodía. Una estampa de multitudes, una imagen que define lo que es el rock de estadios, una sobrecogedora postal de servilismo sólo conseguida por artistas con ascendencia y poder de seducción. Esa imagen fue el denominador común en una actuación cuyo fundamento radicó –insisto– en las canciones, no en su vanguardista puesta en escena. Basta de engañar a la gente con faraónicos montajes que despistan la atención de repertorios mediocres, conciertos que encima cuestan un ojo de la cara. Como Springsteen, Jim Kerr es un artista capaz de electrizar multitudes sólo con su música, su carisma y su vitalidad. Aunque el suyo no es un carisma animal, sino el refinado magnetismo de un hombre sensible a su tiempo, que tiene tantas inquietudes que canta como si predicase en el río Jordán, por eso sus canciones despiertan esa épica, ese fervor grandilocuente, casi religioso.

Todos esos valores explotan en un repertorio que funcionó razonablemente. En especial piezas como Let there be love, Sanctify yourself, Glittering prize, Promised you a miracle, See the lights, Alive and kicking y ese Don’t you (Forget about me) que es puro combustible para el entusiasmo. Y es que una banda no permanece en la cima del prestigio por casualidad. Solo una mezcla de ingenio, voluntad y entusiasmo, apenas arañado por el curso de los años, lo explican.

Además, Jim Kerr se encuentra en un momento dulce. En una entrevista concedida a este medio aseguraba que sus últimos años han sido los mejores, por mucho que el negocio de la música se esté agrietando a sus pies. El escenario es su hábitat. Y quien asistió al concierto no podrá negar que su carisma sigue por las nubes, bien arropado por una banda pletórica, segura de sí misma, que sobre las tablas parece multiplicarse. La guitarra suena tan aguerrida en sus riffs como melódica en sus punteos; los teclados son pura fantasía; y la batería mantuvo el tipo en todo momento.

Jim Kerr no se mueve como Mick Jagger, pero pisa firme y mantiene el encanto de sus movimientos. Iba y venía, hacía aspavientos e interactuaba con el público para demostrar que no es una pieza de museo sino un agente muy vivo de la música contemporánea. ¡Larga vida a Simple Minds!