Carlos Baute, en un momento de su actuación. | M. À. Cañellas -

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¡Jo, qué noche! Y no me refiero al sustancioso concierto de Carlos Baute, ni a la delirante comedia de Martin Scorsese. Verán… un pequeño incidente casi me saca de la ecuación, nunca imaginará esta crónica lo cerca que estuvo de no ver la luz, pero esa es otra historia amigos. Llegué sobre la bocina, aparqué donde pude y emulé a Carl Lewis en la final olímpica del 84, pero con chanclas y tejanos (ole yo). De camino trataba de serenarme repitiendo como un mantra: ‘Seguro que aún no ha dado comienso’ –susurraba en mi mejor cadencia latina, pensando en la laxitud caribeña del concepto ‘puntualidad’–. Unos cincuenta metros antes de alcanzar el escenario, el artista inauguraba el show con esa voz limpia que invita a descubrir todas sus sutilezas, que remueve sentimientos y sacude caderas, anudada a ritmos frenéticos.

Mi medicina fue el tema que descorchó la velada. Al fin respiré tranquilo y sentí la necesidad de premiarme con un trago, por suerte la barra no caía lejos. Camino a mi cita con el señor Heineken reparé en que la media de edad, salvo contadas excepciones, era predominantemente alta, madura si lo prefieren. Ni rastro de post-adolescentes exaltados. Aunque el público ciertamente sí lo estaba, de exaltado. Lo contrario hubiese dejado en mal lugar al protagonista…

¿Conocen la frase: ‘los 40 son los nuevos 30’? Siguiendo con ese retorcido juego que le roba años al calendario, podría afirmarse que los 50 son los nuevos 40, o al menos eso parecía en Es Jardí, donde el clima reinante invitaba a darse un garbeo por el pasado y olvidarse de las canas, arrugas y otros pequeños dramas cotidianos. Y es que el repertorio del venezolano es un canto a la juventud, si bien son pocos quienes una vez cruzado el umbral de los 50 pueden asumir ese rol con la frescura de nuestro apuesto galán.

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Cuando sonó el segundo corte de la noche, Amarte bien, las zonas de butacas se tornaron inútiles: Carlos Baute y las localidades de asiento son conceptos incompatibles. Que se lo pregunten a la agitación masiva de cinturas. El artista se acompaña de un concepto relativamente austero en su gira, no hay grandes efectos ni deslumbrantes pantallas, le bastan sus avasalladores encantos felinos, su piquito de oro y el poderío de un rosario de éxitos incontestables para mantener la tensión.

«¿Preparados para bailar un merengue?», preguntó antes de entonar Esta canción, con la que llegó un frenesí de adrenalina sin tregua, aumentado cuando ejecutaba sus tórridos bailecitos. Ellas –y más de uno también– cayeron rendidas/os a los pies de su príncipe, que como en la fábula de la Cenicienta se desvanecería al tocar la medianoche.

Fresca

A diferencia de otros shows en los que todo está tan milimétricamente calculado que irradian una fiesta encorsetada y ficticia, la propuesta de Baute luce más fresca y natural. Aunque me temo que su naturalidad poco tiene que ver con la improvisación, mucho menos con ese espíritu pícaro que desprende gente como el malhablado y díscolo Robbie Williams –adoro a ese tío– quien suele abrir sus conciertos al irreverente grito de ‘Hola, me llamo Robert Peter Williams y durante dos horas vuestros culos me pertenecen’. Nada sutil, un gamberro de manual, del que el amigo Baute podría aprender algún que otro truquito. Aunque tampoco lo necesita, tiene al público comiendo de la mano.