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La banda que envuelve las flores que crecen sobre el féretro de Mayra Gómez Kemp solo dice "hasta aquí puedo leer". Su mítica frase nunca tuvo un sentido tan definitivo. La emoción de verla presidir el velatorio en el tanatorio de la Pradera de San Isidro de Madrid deja sin aire.

No han venido muchos conocidos, tampoco hay muchas coronas de flores. La soledad que desprende la despedida de Mayra también habla de la volatilidad de la congregación que solemos envidiar de la fama. Nos imaginamos a los artistas perpetuamente instalados en la fiesta que conocimos su arte. Siempre rodeados de gente, gente sonriente siempre. Pero cuando los focos se apagan, las fragilidades brotan.

La popularidad regala unos lazos personales tan artificiales que son como los haces luminosos que alumbran un gran decorado. A menudo, solo duran lo que tarda en esfumarse el chorro de humo que permite que el colorista rayo de luz sea visible en el plató.

Faltaron responsables de instituciones gubernamentales en el adiós público en el tanatorio. Quedaba demasiado atrás el trabajo de Mayra, tal vez. No era lo suficiente viral, ahora. También faltaron rostros que gritaban a los cuatro vientos su amistad en redes sociales y programas de corazón. Sin dosis de ego, no existen. Mejor. Para qué.

Pero sí estuvo la familia elegida, acompañando a la hija del amor de la vida de Mayra. De su oficio, allí estaban Alejandro, hijo de Chicho Ibáñez Serrador, Lydia Bosch y Beatriz Carvajal, que compartía camerino con ella en unos tiempos en los que la presentadora no tenía ayuda de pinganillo ni autocue. Todo lo debía aprender de memoria.

Carvajal rememoró como Mayra estudiaba los guiones con una maravillosa precisión, que atesoraba bastante de ejercicio de generosidad con el resto de los compañeros. Si los actores y cómicos se perdían en sus diálogos durante la grabación, Mayra salía al rescate con su habilidad de ordenar ideas y retomar el texto para dar el pie exacto que requería Chicho. Sin que se notara, haciendo fácil lo difícil.

También recordaron la risa de Mayra. La sonrisa es tan crucial en la televisión... En la de ayer, y en la de hoy. Véase a David Broncano: lo bien que se ríe descubriendo su propio programa. A pesar de la tensión de llevar el peso de casi cada segundo de Un, dos, tres..., Mayra se sorprendía como una más en el estudio. Su carcajada transmitía la verdad de la sensación de imprevisibilidad que es la base de cualquier espectáculo. Sentíamos que era una de las nuestras. Aunque se supiera de memoria el guion, se reía como nosotros. Y eso que en sus primeros años en TVE censuraron más de una vez su risa a Mayra. No quedaba bien, decían. Las chicas finas no se reían así, se ve.

Para que luego digan que antes nos podíamos reír más que ahora. Depende quién lo hiciera, como tantas cosillas. El triunfo de Mayra fue también porque su sensibilidad iba por delante, lo que permitió que fuera muy libre en un mundo todavía muy encorsetado. Su marido es el que estaba a la sombra, su carácter no se quedaba callado reivindicando sueldos igualitarios, su mirada amplia entendía a los que aún no eran entendidos. Y su ironía, ay, su ironía, sacaba punta inteligente hasta a lo más frívolo. Así fue generando un vínculo tan poderoso con una generación de niños del Un, dos, tres... responda otra vez que se identificaban en aquella mujer que sentían les comprendía.

Niños de más de cuarenta ya, que siempre estuvieron con ella aunque no pudieran acompañarla como ella les acompañó a ellos. También en el último adiós en el tanatorio. Los fans más fieles y la Academia de la Televisión no fallaron e hicieron que la despedida de Mayra sonara menos al vacío de un último adiós. Al menos, podremos seguir aprendiendo de sus cientos de horas de tele. Porque aquella tele es una tele con tantas capas de sociología y creatividad que aún quedan muchas líneas escondidas por rascar detrás de su 'Hasta aquí puedo leer'.