En los que fueron sus últimos días en la cama de un hospital de la Ciudad Condal, el fotógrafo Javier Inés (Zaragoza 1956 – Barcelona 1991) le dijo a su pareja: ‘No desperdigues mi archivo’. Una frase que «se me quedó grabada», confiesa su compañero, el mallorquín Juanjo Rotger. Muy poco después el artista fallecía, se lo llevó el VIH, «el sida de los 90 no era como el de 2024, no le deseo a nadie ese año tan duro, tanto para Javier como para mí», recuerda todavía con dolor en sus ojos.
Han pasado 33 años y ese archivo, compuesto por más de diez mil fotos, ha estado custodiado por Rotger, primero en el piso que compartían en Barcelona y luego en la casa de su Port de Pollença natal, donde reside hasta el día de hoy. Ahora, «ha llegado el momento» y la obra de Javier Inés volverá a exhibirse, nada más y nada menos, en la presente edición de una de las ferias de fotografía más importantes: Paris Photo, que se celebra hasta este domingo. Y lo hace de la mano de la prestigiosa galería Rocío Santa Cruz.
Los inicios de la historia de Rotger e Inés se remontan a mediados de los 80, cuando el mallorquín se mudó a Barcelona para estudiar. «Además de fotógrafo, él era camarero de locales tan conocidos de la Barcelona de los 80 como KGB o Distrito Distinto, un lugar [este último] en el que se juntaba todo el mundo», rememora. De hecho, «yo no sabía que era fotógrafo, me enamoré de él, yo tenía 20 años». Javier tenía 10 años más y le cautivó en un instante. «Yo sabía que no era el único, pero sí sabía que el que siempre estaba allí era yo», recuerda Rotger. Una relación que se prolongó durante cinco años.
Fue en 1990 cuando Javier Inés enfermó y tan solo un año después «se apagó como una velita». «El sida de ese momento fue como una pandemia, como la del coronavirus, fue terrible, un horror», según Rotger. No fue fácil custodiar su archivo, «tuve que hablar con abogados y especialistas, él era huérfano y en principio la Diputación de Aragón [Inés era de Zaragoza] era la legítima heredera, me costó muchísimo que no me lo quitaran». Fue «gracias a unas abogadas especializadas en estos asuntos que lograron declararnos pareja de hecho, porque yo figuraba en su cuenta bancaria, pagaba las facturas y, de hecho, seguí viviendo algunos años en el piso que compartíamos en Barcelona, hasta que regresé a Mallorca».
Hay que rebobinar para comprender el valor de la «joya» que supone la obra de Javier Inés. Dio sus primeros pasos en la fotografía en su Zaragoza natal, captando las imágenes con una cámara Werlissa Color que le regalaron sus amigos. Se formó en la galería Spectrum Canon de esta ciudad, donde realizó «su primera y última exposición».
Inés se trasladó en 1985 a Barcelona seducido por su vida nocturna y el mundo del espectáculo. Así fue cómo empezó a compaginar sus dos facetas: camarero y fotógrafo. No tardó en llamar la atención de nombres como Colita, reconocida fotógrafa y su «madrina», y comenzó a retratar desde a Mariscal, Maragall y Alberto García-Alix hasta «las putas del Raval», como Mónica del Raval, «a quien descubrió». Personajes incómodos, invisibles para una ciudad de triunfadores a las puertas de los Juegos Olímpicos. También hizo fotografía publicitaria, «que era cómo ganaba dinero».
Underground
Javier Inés supo captar la esencia de la Barcelona underground. Allí encontraba la inspiración, un submundo en el que también se movían los artistas y personajes más transgresores de la época. Como deslizan en la web de la galería Rocío Santa Cruz, Javier Inés diría: «Creo que mis personajes son felices. Creo que aceptan su destino. E intento que sus rostros tengan humor y sean divertidos. No me conformo con hacer una fotografía, un retrato. Quiero ir más allá, hacer aflorar un misterio, algo de magia».
Más de treinta años después, y tras varios intentos de encuentro entre Juanjo Rotger y la galerista Rocío Santa Cruz, el legado fotográfico de Javier Inés se exhibe estos días en Paris Photo. «Siempre digo que lo mío lo puedo vender o tirar, pero con el archivo de Javier tengo una responsabilidad y siento que le estoy haciendo justicia, porque sus fotos están ahora donde tienen que estar, no en mi casa, y me siento feliz», concluye Rotger.
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