Alabado por la crítica y los lectores de la época, entre ellos por Buñuel, quien confesó que tenía que dejar reposar el libro por su crueldad, su adaptación a la gran pantalla causó la misma sensación desagradable. Tal y como recoge Tomeu Canyelles en el prólogo del volumen, más de un espectador tuvo que ausentarse de la sala de proyección en los festivales de Venecia y Toronto. «Es uno de los textos más salvajes y perturbadores del siglo XX», remata.
Pausas
Coincide Malo, también poeta y música: «Mientras traducía, tenía que hacer pausas para vomitar. Naturalmente depende de la sensibilidad de cada uno, pero nunca me había pasado algo semejante con un libro. Sí que había llorado, incluso hasta el punto de tener que abandonar la lectura, pero como traductora esto ha sido de otro nivel». «Los lectores pueden parar la lectura, dejar reponer el libro o incluso leer alguna escena en diagonal, pero cuando traduces no puedes escapar, tienes que entrar en cada escena. Es más, debes ponerte en la piel del narrador para trasladar rigurosamente cómo vive esa violencia, traducir bien la posición de una mano que maltrata a otra», explica.
Para Malo, lo que lo hace tan crudo es que es la historia narrada por un niño de seis años que está perdido en medio de la Polonia campesina durante la Segunda Guerra Mundial y, por ello, no hay juicios morales. «El niño no sabe que es una víctima, aunque evoluciona de la violencia pasiva del principio hasta cuando termina el libro, con trece años. No es un libro crudo en el sentido de que se recrea en el morbo, sino que es hiperrealista, incluso objetivo», destaca.
Y es muy duro, continúa, porque «sabes que no solamente son sucesos reales y que son cosa del pasado, porque ahora mismo hay un montón de guerras más. Creo que con el bombardeo de tantas imágenes hemos ido perdiendo sensibilidad hacia la violencia. Puede que si fuéramos más sensibles ante estos actos seríamos más activos, resolutivos, haríamos algo al respecto», lamenta. Así las cosas, Malo destaca que L’ocell pintat plantea una cuestión filosófica de primer orden: «Siempre se ha hecho la distinción entre animales y animales humanos, como si nosotros tuviéramos esa característica que es la humanidad, que no somos crueles por naturaleza. Pues bien, con esta novela ese planteamiento queda desmentido totalmente», señala.
Poético
Además del relato en sí, la traductora valora que es «un libro muy poético, con un ritmo muy bien marcado y estructurado» que, además, se ambienta en la Europa del Este, un imaginario eslavo que interesa especialmente a Malo, que ha traducido la obra de autores como la poeta rusa Marina Tsvietáieva, de quien tradujo recientemente Fites, que le valió el Premi Vidal Alcover. «Como traductora te das cuenta de que aunque está muy bien escrito, como quien construye el relato es un niño la lengua es aparentemente sencilla, algo que puede dar pie a teorías de la conspiración como las que denuncian que Kosinski no lo escribió originalmente en inglés, sino en polaco, y que alguien se lo tradujo; o bien que alguien le ayudó a escribirlo porque no tenía suficiente nivel de inglés para ser obra de su puño y letra. A mí no me ha dado la sensación de que esté leyendo ninguna traducción, sino que estamos frente a un texto genuino, de una voz literaria muy bien definida».
Por todo ello, que exista L’ocell pintat es, en cierto modo, fruto de un activismo literario y editorial, una celebración que pone fin a una anomalía. «Solo Arnau Pons hizo un intento de publicarlo, pero no pudo ser. Y, en castellano, vio la luz hace medio siglo, precisamente gracias al traductor catalán Agustí Bartra y nunca más se ha vuelto a traducir», concluye.
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