El panorama de la fiscalidad en el ámbito internacional está cambiando rápidamente: BEPS (Base Erosion and Profit Shifting), CbC (Country by Country reporting), LoB (Limitation of Benefits), GAAR (General Antiabuse Rule), PPT (Principal Purpose Test), FATCA (Foreign Account Tax Compliance Act), CRS (Common Reporting Standard) son términos que se han instalado en el vocabulario diario de la prensa especializada y el empresariado español. Y lo han hecho para quedarse.
Sería muy prolijo detallar el origen y significado de todos estos términos, si bien sus objetivo pueden resumirse en dos ideas centrales: (1) alinear la fiscalidad de las empresas multinacionales con la realidad económica subyacente, de modo que reconozcan sus ingresos y tributen allí donde efectivamente generan valor; y (2) posibilitar el intercambio automático de información entre administraciones tributarias, para poder perseguir las conductas de evasión fiscal.
¿Y por qué están cambiando las reglas de juego? Varias organizaciones internacionales iniciaron en los últimos años campañas en diferentes frentes encaminadas a recuperar la equidad fiscal en el ámbito internacional, que muchos percibían que se había perdido dado el bajo nivel de tributación, al menos en concepto de imposición sobre beneficios, de algunos grupos multinacionales.
Al mismo tiempo, la Dirección General de la Competencia de la Comisión Europea abría expedientes por ayudas de Estado en relación con determinadas resoluciones en materia fiscal emitidas por las administraciones de los Países Bajos, Irlanda y Luxemburgo, y lo hacía con especial repercusión mediática, al referirse a empresas como Apple, Starbucks, Facebook, Amazon o Google. Recordemos también el tsunami mediático de los documentos confidenciales publicados por el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación que denunciaba los acuerdos secretos llevados a cabo entre el Gobierno de Luxemburgo con 340 multinacionales, de 2002 a 2010.
No obstante, los estados, en lugar de asumir su parte de culpa por estas ineficiencias, han optado por transferir la responsabilidad de dichos “agujeros fiscales” a los operadores económicos. Así, por ejemplo, en el Plan de Acción presentado por la OCDE en su célebre informe BEPS (con un total de 34 acciones) para reforzar la lucha contra el fraude y la evasión fiscal de la UE, propone que sean los propios operadores económicos los que asuman la obligación de revelar sus “esquemas de planificación fiscal agresiva”. Aparte de lo subjetivo que resulta tachar una conducta de agresiva o no, lo curioso es que son los propios estados los que a través de sus políticas fiscales y presupuestarias, compiten entre sí para atraer riqueza -y contribuyentes- a sus territorios; competencia que en muchas ocasiones se manifiesta a través de la concesión de incentivos de carácter fiscal. Lo que sucede es que los estados en su conjunto no actúan de forma coordinada a la hora de promover estos incentivos, lo que genera ineficiencias o posibilidades de no tributación susceptibles de aprovechamiento por parte de sociedades e individuos.
Ya hemos empezado a ver la plasmación de algunos de los principios contenidos en estas iniciativas en nuestro derecho positivo, y sin duda en los años venideros se irán incorporando más medidas.
Pero no se puede legislar a partir de la presunción de que todas las empresas actúan fraudulentamente en todo caso, sino que debe hacerse con la necesaria perspectiva y serenidad, exigiendo también a los estados una mayor cooperación con la Comisión para modificar las normas internacionales, de forma que se garanticen niveles razonables de sujeción a tributación, y un compromiso de los gobiernos de eliminar de facto todas las prácticas preferenciales que distorsionan la equidad tributaria.
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