Ciertamente existen muchas incertidumbres respecto al aumento futuro de las emisiones, respecto al cambio tecnológico o a los cambios en los patrones de producción y consumo. Pero de lo que no cabe duda es que la reducción de emisiones tendrá un coste a medio-largo plazo. Así, aunque existe un amplio consenso respecto a la posibilidad de reducir entre 5 y 7 millones de toneladas de CO2 (entre un 10-15% de las emisiones globales) a un coste nulo en sectores como la edificación, el transporte o la gestión de residuos, no hay obviar que situar el aumento de temperatura por debajo de los dos grados obligará a recortar las emisiones muy por encima de esta cifra y rebajar las concentraciones de CO2 de forma significativa. De hecho algunos expertos cifran la reducción necesaria en más de un 30% de los niveles actuales.
Así, mantener en el año 2030 las concentraciones de CO2 en la atmósfera entre 445 y 710 ppm (partículas por millón) se estima que tendría un coste equivalente a una reducción del PIB mundial cercana al 3%, un porcentaje que alcanzará el 5,5% si se desean mantener estos niveles en 2050.
Con estos costes estimados sobre el crecimiento económico, la pregunta es inmediata: ¿dónde está entonces la motivación para actuar? La respuesta está, precisamente, en los costes de no hacerlo. De hecho, si no se actúa en contra del cambio climático, el crecimiento de concentraciones podría situar el aumento de la temperatura en 4 grados centígrados. Esto, junto con los costes de construcción de infraestructuras para la adaptación, se estima que supondrá una pérdida de entre un 5 y un 20% del PIB mundial. Claramente, pues, el coste de no actuar supera al coste de enfrentarse al problema.
Ahora bien, aceptado que se debe actuar y que el acuerdo de la COP21 supone un paso adelante, no debería ignorarse que cualquier agenda de acción exigirá medir detalladamente sus implicaciones económicas y analizar los costes y beneficios que ocasionará. Y, más importante todavía, la agenda de acción deberá fijar cómo deberían repartirse estos costes y beneficios entre sectores, regiones y países. Solo así será posible desarrollar incentivos adecuados, instrumentos óptimos y medidas eficientes
Ante esta evidencia, es fácil concluir, pues, que el cambio climático es el ejemplo típico en que se cumple la máxima “que todo afecta a todo”, lo que, por norma general, impide a los agentes y países actuar en favor del bien común o, en otras palabras, la protección del clima de la Tierra. No porque no quieran sino por miedo a que las actuaciones limiten en exceso el crecimiento de su país/región y obliguen a incurrir individualmente en unos costes de mitigación, a todas luces, elevados. Mas cuando los beneficios esperados tienen un claro componente social.
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