Albert Rivera fue el que se estrenó en eso de dar a diestro y siniestro, empezando con la presidenta de RTVE, Rosa María Mateo, que le había invitado al debate. La cosa prometía, pero pronto se vio que Ciudadanos tiene toda su artillería en la cuestión catalana y el resto está por ver, aunque no faltaron puyas para sus eventuales socios del PP, un Pablo Casado que acabó desplazado del debate aunque supo ser eficaz defendiendo la gestión económica de los gobiernos del PP en el pasado. Con todo le replicó al presidente con dureza, al que acusó de «caradura» y «desfachatez».
El que no parecía lograr centrar su mensaje fue Pedro Sánchez, que lanzó una ristra de logros de su paso por La Moncloa que uno se pregunta que para qué quiere más. El socialista fue el que se notó más tenso, consciente de que era el que más se jugaba de todos los presentes. En ocasiones, el presidente pareció perdido –se encalló con lo del ‘detector de verdades de la derecha'– e incrédulo de que hasta Pablo Iglesias, con una amabilidad casi desmedida, le recordase sus incumplimientos con la izquierda.
El ‘podemita' dio la impresión de ser el más suelto, un ‘yo a lo mío', que no era otra cosa que la declamación de la Constitución del 78, aunque no faltó un Rivera que le recordó su proximidad con el independentismo. Iglesias captó clientela, que al fin y a la postre era el principal objetivo de un debate cuando casi la mitad del electorado todavía no tiene decidido el voto.
Esta martes más, y no creo que mejor. El factor sorpresa ya ha desaparecido.
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