Osama bin Laden, un hombre por cuya cabeza Washington ha ofrecido
25 millones de dólares y al que buscan cerca de 8.000 soldados
estadounidenses desplegados en Afganistán, no se sabe siquiera si
está vivo o muerto. Mientras tanto, Al Qaeda, la red que dirige Bin
Laden, no deja de extenderse por todos los continentes y ya tiene
presencia en unos sesenta países, según el gobierno estadounidense,
aunque algunos -como Rusia o China, o muchos países musulmanes- han
metido en el saco de Al Qaeda a movimientos separatistas u
opositores incómodos.
Al Qaeda es considerada responsable de los atentados del 11 de
septiembre de 2001, que desencadenaron un endurecimiento de la
represión en muchos países, traducida en 1.200 detenciones solo en
Estados Unidos y más de 2.500 -la cifra es del gobierno de EE UU-
en el resto del mundo. Sin embargo, sólo una persona, el
franco-marroquí Zacarías Moussaoui, está detenido por su supuesta
relación con aquellos atentados.
Al Qaeda no es una organización compacta parecida a otros grupos
terroristas, es más bien una «organización de organizaciones» -así
la ha llamado Rohan Gunaratna, un experto estadounidense que lleva
meses estudiándola- cuyas células no guardan relación entre sí y
sólo tienen vínculos vagos con los dirigentes. De los dirigentes
conocidos, sólo el jefe de operaciones militares de la red, Mohamed
Atef, fue abatido en los ataques de la aviación estadounidense en
Afganistán el pasado diciembre.
Bin Laden, su «número dos» Ayman al Zawahri, o el máximo jefe
del movimiento talibán afgano, el mulá Mohamed Omar, se encuentran
en paradero desconocido. Tal vez estén muertos, pero las únicas
informaciones filtradas sobre ellos son testimonios inconexos de
desertores o prisioneros talibanes que los sitúan escondidos
durante el pasado invierno por las cuevas y las montañas entre
Afganistán y Pakistán.
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