Una vela por Ucrania. | DEAN LEWINS

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Hace un año, nadie daba un rublo porque Ucrania aguantaría un asalto al oso ruso. Hoy, 365 días después, lo que debía ser una operación relámpago de Putin, al estilo de la Blitzkrieg alemana, se ha convertido en una guerra de desgaste desesperante. De trincheras estáticas, al estilo de la Primera Guerra Mundial. El verdadero drama es que el conflicto se ha convertido en una cuestión de supervivencia para Kiev y para Putin, aunque no para el pueblo ruso. Las dos partes consideran que pueden ganar, lo que envenena cualquier atisbo de negociación. Y nos condena a una guerra larga y sangrienta. Un Afganistán ruso en el corazón de Europa.

La invasión, un año después, nos ha dejado una serie de lecciones a considerar. La primera, que ya sabíamos, es que Europa, sin los Estados Unidos, no es nada. Militarmente hablando. Un 'si tú me dices ven, lo dejo todo' en clave geopolítica. Los europeos se han unido y volcado con Ucrania, pero la tecnología bélica y las armas llegan del otro lado del Atlántico. Washington manda. Como en la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Y en la Tercera, si la hubiera. Las ambiciones imperialistas de Putin han roto, quizás para siempre, el eje económico Moscú-Berlín, tan fructífero desde el final de la Guerra Fría. Y herencia directa de la caída del Tercer Reich. Que los tanques Leopard alemanes vuelvan a cargas por las estepas exsoviéticas es de un simbolismo tremendo. Y un arma propagandística para el líder ruso, que las compara con las estampas de panzers nazis en la 'operación Barbarroja' de 1941.

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Otra de las consecuencias de estos doce meses de lucha encarnizada ha sido la pérdida de la inocencia de la mayoría de los países europeos, especialmente los nórdicos. De una mentalidad virginal a una bélica. Algo traumático para el viejo continente. Los presupuestos en Defensa se han disparado e incluso los alemanes, tan antibelicistas tras al drama hitleriano, han disparado sus inversiones en armas y soldados. La industria armamentística, pues, está en su mejor momento. Algo que los norteamericanos celebran enormemente. Los paquetes de sanciones económicas contra el Kremblin, tan cacareadas por los líderes europeos, no han asfixiado la economía rusa, que tiene nuevos e inquietantes socios. China, Corea del Norte, Irán, y un buen número de países africanos, asiáticos e incluso sudamericanos, lejos de alejarse de Putin, han caído en sus brazos, hechizados. El acercamiento no es baladí y los drones iraníes, tan baratos como letales, atormentan los cielos ucranianos.

El caso chino es, todavía, más complejo. Moscú y Pekín siempre han mantenido un equilibrio complejo, con pocas euforias y desconfianza mutua, ideologías al margen. Ahora, la guerra los ha unido peligrosamente, con la posible invasión china de Taiwán como telón de fondo. Una nueva guerra fría cuando aún no nos habíamos recuperado de la otra. Y sobre el tablero la posibilidad de que Israel, tan cauto en esta guerra, bombardee las bases nucleares iraníes. Vamos, un futuro de lo más esperanzador. Que siempre puede empeorar si el líder norcoreano se pone juguetón y le da por lanzar misiles balísticos al mar de Japón.