Paz, empleo y bienestar. Éste es el lema de futuro del presidente
Aznar, que espera conseguir al frente de un Gobierno y un partido
que intenta centrar por todos los medios. Pero el PP tiene un grave
problema para deshacerse de su condición de partido puramente
derechista: está en la derecha, no tiene a nadie a su derecha y se
comporta como un partido conservador tradicional. ¿Cómo se puede
centrar un partido que recupera a un ultraderechista como
Vidal-Quadras cuando ya estaba olvidado, incorporándolo a su comité
ejecutivo?
La respuesta parece ser: desprendiéndose de Àlvarez Cascos e
incorporando a la ejecutiva a un recién ingresado como Josep Piqué,
que ya fue utilizado para sustituir a Miguel Àngel Rodríguez,
quien, como Àlvarez Cascos, representaba la peor cara de la derecha
española. Este último aún sigue en la vicepresidencia del
Ejecutivo, pero sus días, aunque pudieran ser muchos, están
contados, porque figuras como éstas, además de ser un lastre,
invalidan otras operaciones de centrado.
De modo que Aznar, que decide cambios nada menos que en la
presidencia del Senado, diseñó el desarrollo del congreso del PP
con minuciosa exactitud. Un asunto tan sorprendente como que un
nuevo afiliado se encarame a la cima del aparato del partido a las
pocas horas de firmar su ficha fue aceptado unánimemente. El
partido responde como una sola persona a las órdenes del jefe.
Y el desarrollo del congreso demuestra tres cosas: el liderazgo
de Aznar, la adhesión inquebrantable de los militantes y la
aceptación de todas las decisiones. Y la afirmación de que el PP no
le teme a la oposición y deja bien claro quiénes son sus enemigos:
los socialistas y los nacionalistas periféricos, especialmente los
vascos. Con una curiosa contradicción: sus fieles aliados contra
los nacionalistas vascos son los socialistas.
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