La desaparición del Rey Hussein de Jordania supone un trauma para
un país en el que la mayoría de sus ciudadanos no ha conocido otro
rey ni otro régimen que el encarnado por el monarca hachemita que
lleva en el trono cuarenta y cuatro años, es decir, desde que tenía
diez y nueve. El rey ha sabido capear todos los temporales internos
y externos en una zona donde los seísmos políticos no constituyen
una excepción, sino algo habitual.
El propio Hussein tuvo que alterar el orden natural de la
sucesión al nombrar heredero del trono a su hermano Hassan en
sustitución de su primogénito Abdalá, en una decisión que restituía
la línea dinástica y que supuso una delicada operación, pues el rey
tuvo que abandonar la clínica Mayo, en los Estados Unidos, volar a
Ammán en muy precarias condiciones físicas y desafiar un latente
peligro de resistencia por parte de su hermano y sus
partidarios.
Ahora, Jordania, Medio Oriente y el mundo entero vive pendiente
de los acontecimientos cuando Abdalá suceda a su padre. La
autoridad moral de Hussein en la zona ha sido decisiva en el
proceso de paz, especialmente cuando los países vecinos han entrado
en guerra y, muy especialmente, en el permanente conflicto
Palestina-Israel que Hussein ha tratado de aliviar interviniendo
como mediador en las negociaciones de paz, apoyando a los Estados
Unidos en esta faceta.
El monarca hachemita, con cuatro matrimonios contraídos, se casó
con una palestina y ha soportado todas las turbulencias posibles
como atentados, revueltas, guerras y hasta derrotas, además del
asedio político de vecinos como Hafed El Assad o Saddam Hussein. Ha
permanecido neutral en otros conflictos y ha dejado un país, ahora
sin aparentes convulsiones internas que espera, expectante, que le
suceda sin traumas su heredero.
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