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El recientemente celebrado Sínode de l'Església de Mallorca terminó con un mensaje final dirigido a todos los mallorquines que queramos escucharlo. Más que querer, debemos reflexionar acerca del contenido del mensaje de una institución que tiene siete siglos de existencia en nuestra tierra y que comienza el diálogo con los fieles y no fieles con un pequeño acto de contrición admitiendo sus fallos y carencias a lo largo de los tiempos. Pero que, a renglón seguido, toma conciencia de que es una institución que tiene peso histórico y actual en una sociedad de la que forma parte, que admite que evoluciona de forma intensiva y rápida y que se propone adaptarse a estos cambios con la mejor de las voluntades. No entramos en lo que es el estricto apartado de la fe y la obligación pastoral, sino en esta voluntad de ponerse al día. Algo más que el ya lejano e inconcluso aggiornamento que propugnó el añorado Juan XXIII. Así, la Iglesia mallorquina, liderada, si no es permitido el término en razón de su fundamento social más que religioso, por monseñor Teodor Úbeda, está dispuesta a adaptarse a los progresos de la ciencia, la técnica, la integración europea, la globalización económica y cultural y a todo aquello que precisa una nueva actitud. La Iglesia de Mallorca, por tanto, toma partido a favor de los desvalidos en esta nueva realidad marcada por el turismo, el crecimiento económico y sus consecuencias desequilibrantes. Una realidad que pone en peligro la fraternidad y la convivencia por razones de inmigración y de paro laboral. El mensaje a los fieles, que puede servir, no como actitud piadosa y moral, sino cívica y ética para acoger a los inmigrantes, compartir nuestros bienes y mantener nuestra solidaridad para con todos. Al margen del aspecto religioso, el social salido del sínodo es francamente positivo.