En Israel, un país enormemente complicado, la situación política
es un damero que refleja, exactamente, la sociedad pluriétnica,
plurirreligiosa y plurisocial que conforma un conglomerado donde
conviven, incluso, dos naciones entremezcladas permanentemente
enfrentadas en forma violenta, dentro y fuera de sus límites.
Israel es Palestina y Palestina es Israel. Baste decir, como
ejemplo, que a las elecciones presidenciales concurría un árabe
entre el resto de candidatos judíos, desde la extrema derecha hasta
la izquierda.
Así pues, lo que se jugaba era, exactamente, el proceso de paz
con Palestina, lo que significa la convivencia con el mundo árabe,
aunque con matices: hay países limítrofes con el Estado de Israel
en cuyos principios está la eliminación del pueblo judío con o sin
paz con los palestinos. Esto es lo que impele a los radicales
judíos a no querer la paz con la autoridad palestina, a ningún
precio.
Sin embargo, la mayoría de israelíes, aunque ya estén
acostumbrados a tomar el autobús vestidos de soldados y armados
para ir al frente de guerra, apuesta por la paz. Lo que ha sido la
razón principal para condenar a Benjamin Netanyahu a una jubilación
total y anticipada con sólo tres años de mandato. El laborista Ehud
Barak, que quedó solo ante Netanyahu por la sucesiva retirada del
resto de candidatos, lo ha borrado del mapa con casi un veinte por
ciento de puntos de diferencia, lo que constituye una derrota
inapelable en cualquier país democrático, pero que, en Israel, es
el pasaporte para el retiro.
Algunos analistas, conocedores del entresijo palestino-israelí,
creen que se han sumado los votos a favor de Barak y los contrarios
a Netanyahu. Éste, al parecer, ha entendido el mensaje y se ha
despedido de la política. ¿Para siempre? En política, siempre es,
siempre, casi siempre.
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