Es justo admitir que esta campaña electoral, que se inició mucho
antes, incluso, que el período de preparación conocido
oficiosamente como precampaña, no presenta graves incidentes ni
enfrentamientos excesivamente duros, salvo mínimas excepciones. La
educación democrática, basada en la costumbre y el hecho de que la
última generación de votantes y candidatos ya no conocieron a
Franco en vida, ayuda a tener por normal la práctica electoral.
Aquellos primeros entusiasmos y excesos se han moderado
sensiblemente y la publicidad electoral ya no convierte los pueblos
y ciudades en escaparates atiborrados de caras, siglas, lemas y
mensajes, que tienen otros caminos y soportes porque tanta
inmersión en la oferta electoral había llegado a empalagar a los
ciudadanos, cuyo cansancio amenazaba con convertirse en desinterés
y, con ello, aumentar el abstencionismo.
De modo que políticos, asesores, estrategas de campaña y
partidos han decidido cambiar de táctica, cambiando la agresividad
publicitaria por una mejor y más variada oferta propagandística,
especialmente por parte de los candidatos y partidos que tienen
cuotas de poder que pretenden conservar y aumentar. Así que colocan
en el expositor todo lo que pueden ofrecer, venga o no a cuento. De
ahí que, en esta campaña, los políticos con mando en plaza se hayan
lanzado a la vorágine de las inauguraciones. Lo mismo un parque que
una depuradora o un pequeño tramo de cincuenta metros de acceso o
salida a/de una autopista. Incluso unas vías de tren de cinco
kilómetros que no llevan a ninguna parte. El ciudadano, aunque ve
el juego y el uso y abuso de las inauguraciones, la mayoría
precipitadas, se lo toma a broma deseando elecciones anuales para
gozar de tantas realizaciones.
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