Hace cincuenta años, cuando el mundo entero aún se recuperaba de
la contienda más sangrienta de la historia de la humanidad, decenas
de países se pusieron de acuerdo para elaborar un documento que
garantizara que aquella pesadilla no volvería a repetirse. Era en
1949 y nacía así la Convención de Ginebra, que a lo largo de los
años han suscrito 188 naciones.
Ahora se conmemora medio siglo de aquel acto, que se consideró
un avance importantísimo para salvaguardar los derechos de los
ciudadanos civiles, que son siempre los más perjudicados en una
guerra.
Ayer la ciudad suiza volvió a recibir la visita de importantes
personalidades para celebrar el aniversario, pero nadie consiguió
salir en la foto con una sonrisa en el rostro. El motivo era bien
obvio: estos cincuenta años no han servido prácticamente para nada
y si en algo se ha avanzado es en la capacidad humana para hacer
daño, para destruir y para inventar nuevas formas de dolor.
El secretario general de la ONU, Kofi Annan, lo reconocía
recordando que esta última década del siglo pasará a la historia
como el tiempo del genocidio, de las luchas étnicas, de las
masacres de grupos rivales en todas partes del planeta, desde la
civilizada Europa hasta la castigada Àfrica negra, pasando por la
lejana Asia.
Y en este tipo de enfrentamiento el papel de los militares, de
los estrategas y de los políticos pasa a un segundo plano, pues se
potencia la matanza de familias, de pueblos enteros, a manos de
otras familias y otros pueblos. Los prisioneros y heridos son
utilizados como arma arrojadiza y los civiles son, de forma cruel,
la víctima preferida.
Han pasado cincuenta años y esos documentos cargados de buenas
intenciones no son, prácticamente, más que papel mojado.
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