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En aquellos tiempos no se conocía el «top"less» ni nada parecido, y era tan rigurosa la moral en las playas que se colocaba una cuerda para separar a los hombres de las mujeres. Las féminas de aquella época no usaban biquinis ni tangas, porque su pudor les impedía enseñar las formas de sus cuerpos, aunque creo que en su rigurosa moral hacían es negoci de madò peix frit (madò peix frit era una vecina de Palma que compraba «gerret a dos reals el kilo, i el venia frit a velló»), porque el traje de baño de entonces consistía en un holgado camisón, el cual, al salir del agua, se adhería a sus formas, y tanto si eran esbeltas como entradas en carnes enseñaban más sus intimidades que si hubieran llevado un discreto biquini.

Mientras algunos se deleitaban degustando tan sabrosos platos, otros se zambullían de cabeza en aquellas salobres aguas, atravesando con sus cuerpos las furtivas olas provocadas por el embat que había entrado al filo del mediodía, las cuales morían entre espumas blanquecinas a los pies de aquel vetusto caserón de madera que servía para desnudarse y vestirse los bañistas. En el antiguo muelle, junto a la Riba, había varias fondas donde se podía comer bien y barato.

Allí iban nuestros abuelos a berenar, degustando suculentos platos de bacallà a la llauna, escaldums, molls frits (salmonetes fritos), anfós (mero) o gerret escabetxat (caramel escabechado). Estos sabrosos platos eran profusamente regados por un buen clarete o tinto binissalemer o felanitxer, que tanto en un lugar como en otro saben muy bien cómo alambicar caldos de reconocida fama.