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El presidente del Gobierno en funciones, José María Aznar, se sometió ayer al debate de investidura para afrontar "con los votos que su holgada mayoría absoluta le permite" su segunda legislatura al frente del Ejecutivo de la nación. En su exposición hizo alusión a casi todo, aunque los contenidos eran ya conocidos desde la pasada campaña electoral. Entre sus objetivos destacó el pleno empleo, la mejora de las prestaciones sociales, un acuerdo para la financiación autonómica, la lucha contra ETA, una política de inmigración más congruente, la modernización de la Justicia, novedades en el sistema educativo y sanitario y la bajada de los impuestos, además de otras muchas cuestiones.

Para lograr todo ello "conducir a España al más alto nivel europeo en sólo cuatro años resulta una tarea titánica", el virtual presidente del Gobierno cuenta con una voluntad de diálogo que le acercará a fuerzas políticas y sindicatos. Dicho así, el discurso de Aznar debería encender los aplausos del país entero, pero a la hora de la verdad las cosas suelen ser bien distintas. Ya empezó a demostrar su espíritu de colaboración "ahora no necesita los votos de nadie" al impedir que el BNG gallego "el azote de Fraga" formara su propio grupo parlamentario. Y ayer, en clara alusión a sus antiguos socios del PNV, Aznar inició su intervención con una defensa de la «idea de España» que expresa la Constitución, a lo que Anasagasti contestó que el líder del PP quiere convertir al nacionalismo en un «sano regionalismo autonómico». A pesar de todo, Aznar contará no sólo con el apoyo de su crecido grupo parlamentario sino también con los votos de CiU y CC. Además, arrancó al PSOE un compromiso para consensuar los grandes temas de Estado. Pero nos quedan por delante cuatro años para comprobar si esa voluntad de consenso es algo mas que pura retórica para evitar la imagen del «rodilo».