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Al término del concilio Vaticano II, el sermón aún en latín y el capellán de espaldas a los fieles ofrecían una imagen que quedó difuminada en el recuerdo. Estamos hoy muy de vuelta del cojitranco aggiornamiento del Concilio y sus escarceos secularizadores, pero existe una innata tendencia a simpatizar con la Iglesia anacrónica del latín, los cirios y el incienso. Aún así son muchos quienes sienten la influencia del oscurantismo de la España católica de Franco y se sienten delincuentes reincidentes que transgreden un código moral bastante retrógrado. Son aquellos que vivieron años de contrición, que se pasaban la mitad de la vida rebelándose y la otra mitad pidiendo perdón y platicando con aquél que permanentemente se sentía ofendido por los pecados de la carne. ¡Cuántas noches de vigilia insomne! Criaturas como el monaguillo de la foto, que cuando cruzaban el vestíbulo del colegio exclamaban ¡Viva Jesús!, a lo que los curas respondían ¡muera el pecado!, pensaban que se les agredía si rememoraban los pechos entrevistos de una actriz. Esas criaturas se sentían culpables por sus debilidades carnales cuando evocaban aquellos días no muy lejanos de los efectistas ejercicios espirituales en que el Padre X explicaba con sonidos onomatopéyicos cómo iban clavando a Cristo en la cruz por mor de sus deslices. Hoy son hombres en los que resta el amargo sabor de los días de enajenación totémica que, por mor de aquellos curas de antaño, se sienten apasionadamente resentidos contra el latín, el incienso y los cirios agonizantes.