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Seguramente, cada una de las personas que a lo largo de nuestra vida hemos conocido, conocemos o podríamos llegar a conocer, tiene una historia "alegre, hermosa o triste" que contar, merecedora de ser escuchada y recordada. Hay personas que, por su bondad, por su trabajo o por las vivencias que han tenido, merecerían ocupar para siempre un lugar en nuestra memoria. Este es el caso de la pianista Celestina Ferreres, de 90 años, que en la actualidad, y desde hace cuatro años, vive en la residencia San Vicente de Paúl, regentada por las Hijas de la Caridad. Antes de ingresar en la residencia vivía sola y sin familia en su casa. Celestina nació en Barcelona, pero vive en Mallorca desde hace ochenta y tres años. Sus primeros recuerdos son, claro, de juventud: «Cuando era joven era guapísima, los novios me salían a puñados, pero permanecí soltera y, la verdad, no me arrepiento». «A los diez años empecé a tocar el piano. No fui al Conservatorio. Vino un profesor a mi casa día sí y día no durante años para tener toda la carrera», señala con orgullo, y añade, «el solfeo me lo enseñó mi papá que también sabía cantar». Dio conciertos en el Teatre Principal con un violinista cuando tenía diecisiete o dieciocho años. Más adelante, y abandonados los conciertos, dio clases particulares en su propia casa.

A Celestina Ferreres le gusta cualquier tipo de música. «En cuestión de bailables me gusta todo, el tango, el vals, el pasodoble. Los he tocado, los he bailado. Todo», comenta, y señala, con melancolía, «ahora sólo pido a Dios que pueda andar hasta morir. Yo ya no pido más que salud. Y la verdad es que si le pido una cosa al Santo Cristo me la concede».

Con envidiable humor añade: «Cuando tenía de 15 a 17 años aprendí a bailar con chicos. Y luego, cuando supe bailar bien, mi papá me dijo que había llegado el momento de enamorarse y casarse». Pero Celestina no quería casarse ni cortejar, sólo bailar, y en especial con su padre, que sabía hacerlo muy bien. «Lo único que pregunté a mi papá fue si tenía que pagar una contribución cada año por no haber querido casarme». Su padre le dijo, no sabemos si en serio o en broma, que tanto podía hacerse monja, como casarse, como quedar soltera. Por desgracia, las posibilidades de que una mujer tuviera una vida plena e independiente en aquella época eran muy limitadas.