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Ya avanzada la noche, los jueces de Gran Hermano encerraron a María Magdalena Mónica en una de las capillas de templo y la pusieron entre la conveniencia y la conciencia. Le contaron que había sido lapidada en las páginas de Interviú y que todo Jerusalén conocía sus pecados. Poncio Pilatos-Zeppelin (algunos indocumentados le llaman productora de TV) se había lavado las manos, permitiendo que los expertos en presiones psíquicas le plantearan veladamente la conveniencia de abandonar el recinto.

María Magdalena Mónica no dio ninguna explicación a los apóstoles, quienes, apenados, le ayudaron a hacer el equipaje. A medio calvario apareció la Verónica Milá, que con el micrófono de Tele5 le enjuagó el sudor, sucediendo un hecho asombroso: el rostro de Mónica quedó grabado para siempre en la funda (la santa funda) para que por los siglos de los siglos quede constancia de que un día una mujer con pasado propio (el que se crea limpio que tire la primera piedra) había sido ajusticiada ante todo un pueblo que pretende jugar a casas de muñecas en libertad, cuando en realidad tiene sus principios básicos entre los barrotes del eterno prejuicio.

Cuando estaba al borde del fin, se oyó un ensordecedor trueno publicitario, las pantallas de los televisores despidieron rayos de audiencia y María Magdalena Mónica susurró con gran lucidez sus últimas palabras: «No les perdones, señor, precisamente porque saben muy bien lo que hacen».