Durante la sesión de investidura de José María Aznar como nuevo
presidente del Gobierno, hace sólo unos meses, se hizo famosa
aquella frase que se intercambiaron con acritud el líder del PP y
el nacionalista Iñaki Anasagasti: «¿Cuántos muertos tendrá que
haber para que cambien las cosas?». Parece que la banda terrorista
tomó buena nota de la idea y decisió afanarse como nunca para
provocar una cadena tal de sangre y miedo que parece insuperable.
En un mes hemos sufrido ya diez atentados, algunos con resultados
tan trágicos como el de ayer en Tolosa.
Los políticos, naturalmente, se han apresurado a condenar el
hecho y a lamentarse de la terrible situación que vive hoy el País
Vasco y también el resto de España "no olvidemos las recientes
acciones de Madrid y Málaga". Muchos vascos, especialmente jóvenes,
quieren emprender una nueva vida lejos de casa y eso, para una
sociedad, es tremendo. Pero es comprensible. El ambiente allí se
torna irrespirable, especialmente para las personas de buena
voluntad cuya única ambición es vivir en paz y en libertad.
Desgraciadamente, por el momento esa ambición parece difícil de
cumplirse. Los políticos se atrincheran en sus rígidas posiciones
defendiendo lo indefendible. Porque ahora mismo lo único que puede
hacerse es dejar de lado cualquier remilgo, sentarse en una mesa y
hablar. Hablar hasta cansarse. Hasta encontrar un punto en común
que sirva de partida para llegar al consenso, al acuerdo que
permita establecer nuevas reglas del juego en Euskadi. Nacionalismo
o no nacionalismo, ya es lo de menos. Estamos ante un problema de
Estado, el de una banda de criminales que desestabiliza los
cimientos de una nación democrática. Si los responsables políticos
implicados no reaccionan ya, deberían plantearse la dimisión.
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