El caso Pinochet se está haciendo demasiado largo. El acusado de
crímenes de la peor calaña es ahora un anciano enfermo al que casi
parece imposible poder achacar cualquiera de los dramas que se le
atribuyen. Sin embargo ahora un suceso ha venido a refrescarnos la
memoria, a poner nombres, apellidos, rostros y sentimientos a la
barbarie cometida durante la dictadura de este hombre que hoy niega
su culpabilidad.
Carlos Fariña Oyarce era un niño de trece años en octubre de
1973, apenas un mes después de que Pinochet arrebatara el poder a
los demócratas chilenos. Inexplicablemente, el día 13 de aquel mes
una patrulla militar lo detuvo en su casa de la capital, lo
arrastró nadie sabe a dónde y lo acribilló a balazos después de
someterlo a terribles torturas.
Ahora, 27 años después, su cadáver ha sido hallado a sesenta
metros bajo tierra, con los huesos perforados por nueve impactos de
bala e innumerables fracturas que dan cuenta de la paliza que
recibió antes de ser ejecutado.
En su última fotografía, tomada poco antes de esos hechos,
aparece sonriente, con unos expresivos ojos azules y vestido con un
chaleco de botones dorados, que ahora han dado la clave para
identificarlo.
El sábado fue enterrado en una tumba digna por su familia, que
ha denunciado al régimen de Pinochet por un crimen que no está
cubierto por la Ley de Amnistía, ya que en aquellos días el país
estaba en estado de guerra y por tanto regido por los Convenios de
Ginebra, que establecen que este tipo de homicidios son «graves
crímenes de guerra, inadmisibles e imprescriptibles».
Por el momento Carlos es el desaparecido más joven de la
dictadura de Pinochet y aunque hoy veamos al senador sólo como un
anciano, su conciencia sigue siendo la de una bestia.
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