TW
0

No puede dejar de llamar la atención el contraste entre la diligencia de la comunidad internacional "siempre dócil ante los dictados norteamericanos" en determinados «asuntos», y lo remisa que es a tomar auténticas cartas en el «asunto» cuando del conflicto entre judíos y palestinos se trata. Firmados en Oslo en 1993, los acuerdos de paz en Oriente Próximo no tardaron en mostrarse insuficientes para una paz duradera. Los sucesivos esfuerzos negociadores llevados a cabo desde entonces, generalmente bajo el auspicio de Washington, tampoco podían tener un carácter satisfactorio y duradero, admitida la posición de un Clinton que, aunque no descaradamente sionista, nunca ha podido sustraerse a la influencia de la poderosísima comunidad judía de su país. Pero la raíz del conflicto arranca de mucho antes, desde la aplicación por parte de Israel de esa doctrina que reconoce el derecho de conquista de los territorios ocupados tras la guerra de 1967. Israel considera territorios propios Gaza, Cisjordania y Jerusalén Oriental, que fueron anexionados por las fuerzas de las armas, en flagrante contradicción con lo establecido, primero por el Consejo de Seguridad de la ONU en su resolución 242, y después por los acuerdos de Oslo. El derecho de conquista es ajeno al derecho internacional y de gentes. Pero a Israel se le viene consintiendo desde hace más de 30 años incurrir en semejante ilegalidad. El «equilibrio» "por llamarlo de algún modo" que ha buscado Occidente, protector del Estado judío, entre Israel y el pueblo palestino, defendido a ultranza por el mundo árabe, nunca ha sido merecedor de tal nombre. Ahora, el detonante de la nueva «intifada» ha sido la visita de Ariel Sharon a la explanada de las mezquitas de Jerusalén. Es lo de menos. El clima de violencia incubada hacía presagiar lo peor. Y lo peor, la guerra, podría estar por llegar. De todo ello se ha hablado, y mucho, en el encuentro de Formentor este fin de semana en Mallorca, con la asistencia de alguien que tiene mucho que decir: Yaser Arafat.