La vieja estación espacial MIR concluyó ayer su existencia. Gran
parte de su estructura acabó desintegrándose en la atmósfera,
mientras que los fragmentos de mayor tamaño se sumergieron en aguas
del Pacífico, después de propiciar un espectáculo semejante al de
una lluvia de cometas para los privilegiados que pudieron
contemplar el final de la vieja dama del espacio.
La falta de recursos económicos de Rusia provocó la decisión de
poner fin a todo un símbolo de la carrera por la conquista del
espacio que durante años protagonizaron rusos y norteamericanos. No
ha sido la de la MIR una existencia libre de graves incidentes.
Tanto es así que los fallos de los ordenadores, de la orientación
de los paneles solares, las colisiones e incluso un incendio a
bordo hicieron pensar en una completa incapacidad de los rusos para
controlar ese complejo situado a miles de kilómetros de la
Tierra.
Pero no todo han sido sustos y la experiencia de la estación
soviética ha sido fundamental para que podamos comprender el
comportamiento biológico de los seres vivos y, especialmente, de
los humanos en condiciones de muy baja gravedad durante períodos
prolongados o la física de los fluídos en esas condiciones, por
poner sólo dos ejemplos. Fue, también, el observatorio astronómico
más avanzado de la humanidad. Además, ha sido fundamental en
aplicaciones o elementos que después han revertido en la vida
cotidiana en el planeta (papel de aluminio, alimentos
deshidratados, etc...).
Y, evidentemente, sin la experiencia que nos ha reportado, jamás
hubiera sido posible la construcción de su sustituta, la Estación
Espacial Internacional.
Pese a los temores, la caída programada de la MIR siguió el
curso previsto, sin incidentes ni desviaciones. Los rusos supieron
poner fin a su estandarte espacial con dignidad.
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